Piano

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Me refugié en la sala de música. Se trataba de una habitación amplia donde varios instrumentos se encontraban resguardados en una vitrina de cristal. Yacía en una esquina un elegante piano de cola y en los muros vivían ángeles pintados con mucha devoción. Eran tan realistas que sentía que sus ojos me seguían y juzgaban. Una de las actividades extracurriculares eran los cantos religiosos, los odiaba, pero me uní para tener acceso al piano. Me encantaba y emocionaba la música clásica, era como si esta pudiera entenderme y agitarme al mismo tiempo sin necesidad de decirme ninguna palabra. Para mi buena suerte, no estaba prohibida. Ocupé lugar en el banquillo del piano y me puse a practicar una pieza que intentaba dominar, Für Elise. Lo bueno de quedarme en vacaciones era que podía usar el piano. Era de las pocas cosas que me consolaban en mi soledad, aparte de escribir tontos cuentos.

Erraba demasiado, no me encontraba seguro de mí mismo en ese momento, pensaba en demasiadas cosas. Me paré para buscar las partituras, al hacerlo, me di cuenta que Daniel estaba detrás de mí. Sin decir nada, ocupó lugar en el piano, y con una agilidad sorprendente, comenzó a tocarlo. Me encontraba absorto en sus delgados y elegantes dedos, vi cómo los movía de un lado a otro, con una agilidad sorprendente. No se confundía, hacía sonar el piano como un profesional. Reconocí rápido la pieza, era Moonlight Sonata.

Sumamente conmovido lo escuché. Me trasmitía mucha tristeza. Paró de golpe, giró el cuello y me otorgó una dulce sonrisa.

—¿Quieres que te enseñe? —preguntó amable.

—Sí. —Asentí sonriendo—. ¿Dónde aprendiste a tocar tan bien?

—Mis anteriores colegios no eran católicos, eran más lugares que te moldeaban para ser una persona digna de la sociedad. Recibí clases de música desde muy pequeño, igual que de etiqueta y más. —Le dio unas palmaditas al espacio vacío del banquillo alargado—. Mis padres no creen en nada, solo en el dinero —contó con una entonación monótona.

—Todos los lugares suenan mejor que aquí. —Avergonzado de estar tan cerca de Daniel, tomé asiento a su lado. Percibí su aroma: jabón de la lavandería, shampoo de lavanda, mentas para ocultar el olor a tabaco y perfume ostentoso que era similar a una naranja recién exprimida—. ¿Por qué terminaste en un colegio religioso? —cuestioné.

—Por el motivo de mi expulsión. Alguien le dijo a mi padre que en este colegio te ponían en tu lugar. Estaban tan, pero tan furiosos conmigo. —Soltó una risita—. Los hubieras visto. Casi los arruino.

—¿Por qué los arruinarías?

—¿Qué hubiera pasado si la gente de su importante entorno se enteraba de que su hijo se acostaba con un profesor?

—Serían muy criticados...

No podía creerme del todo esa historia, era demasiado cruda para ser verdadera. Por un momento pensé que me la contaba para darme una impresión de que él era muy liberal.

—Exacto. —Chasqueó los dedos—. Ahora, concéntrate. Estás aquí, no en el pasado, mira las teclas, no les despegues la vista.

Exhalé aire, tomé postura y llevé mis manos en las teclas. Estaba decidido, le enseñaría a Daniel de lo que también era capaz. No me confundí tanto, pero tampoco fue una presentación impecable que asombrara.

—No he practicado lo suficiente —justifiqué apenado.

—No te preocupes, tu profesor de música ya está aquí. De ahora en adelante, cuando me llames por mi nombre, quiero que le agregues el profesor. Es la única condición —dijo animado.

—Es vergonzoso llamarte así.

—¿Quieres aprender a tocar, no?

—Sí, profesor Daniel —hablé en un hilo de voz.

Las mejillas me ardían, era como si un cielo de verano se arrebolara en mi rostro. Mi corazón se aceleraba cada vez que él me miraba directo a los ojos y me hablaba con su encantadora voz. Mi mirada se dirigía seguido a sus labios, no podía evitar ver su linda sonrisa. Me pregunté por qué me hacían sentir así.

—Para ti, profe Dani. —Esbozó una sonrisa pícara.

—Profe Dani —repetí.

—¡Es mejor así! Cuando abrevian tu nombre con mucha ternura. —Me rodeó el cuello con su brazo y acercó mi rostro a su mejilla.

—Parece que aquí hay una fiesta —comentó risueño Milano al entrar en el salón de música.

Me aparté de Daniel y, apenado, vi a Milano. Llevaba en brazos varias barras de chocolates. Me pregunté qué haría con los chocolates.

—Practicamos —notificó Daniel con su encantadora voz.

—Por mí no se preocupen, vengo aquí a comer. —Milano fue a un rincón, se sentó y abrió la envoltura de unode sus chocolates—. No quiero que los demás me vean, siempre me piden de mis dulces. —Contó un tanto agitado y atacó la barra de chocolate—. Pero nunca me invitan algo a mí —dijo queja con la boca llena.

—Pero tienes muchos, no está mal compartir cuando se tiene tanto —comenté al ver las barras.

—No voy a compartir con personas que me tratan mal y me dicen gordo. —Frunció el ceño de su carita gordita—. Claudio siempre me quita de mis chocolates y los esconde en su mochila para comerlos a solas. No me invita nada de lo que compra —contó enojado.

—No te preocupes, solo queremos practicar, no te molestaremos —informé despreocupado.

—De hecho, yo sí quiero una barra de chocolate. ¿Me venderías una? —Daniel se incorporó animado, sonriendo extrañamente.

—No sé... —Negó ligeramente su cabeza y miró dudoso a Daniel.

—Vamos, Mila —nombró con ternura—, tienes muchas barras. Además, la gula es un pecado. —Calló por un momento—. Ya sé, el próximo domingo te compraré un chocolate más grande y rico.

—¿Me lo prometes? —cuestionó dudoso.

—Te lo prometo —prometió con una encantadora entonación.

Milano, encantado, le dio una barra de chocolate a Daniel.

—No sabía que te gustaba el chocolate —añadí.

—¿A ti qué te gusta, Isa? —me preguntó Daniel.

—El café —respondí apenado.

—Ya veo. Practica más, iré al baño. —Enserió y salió con el chocolate en la mano.

Me quedé practicando por varias horas más. Milano se fue cuando terminó su último chocolate y me animó a que siguiera tocando, dijo que no lo hacía nada mal. Pensé que lo recordaría siempre por ese momento, por verlo consumido en su gula. Era gordito y eso opacaba sus ojos de cielo y bonitas facciones. Me quedé solo. Fui hacia los ventanales, recorrí las cortinas y me percaté de que nevaba. Pequeños copos de nieve, similar a partículas de polvo, descendían del cielo nublado.

Daniel regresó, no articuló ninguna palabra. Ocupó lugar en el piano y comenzó a tocar.

—¿Por qué tardaste? —pregunté y me acerqué a él.

—No lo hice. —Se encogió de hombros.

El inicio era lento, tranquilo, como los copos de nieve. De un momento a otro, se volvió frenético, similar a una tormenta. Me sorprendió que pudiera dominar una pieza tan complicada como Winter Wind. Los esbeltos dedos iban de un lado a otro, era difícil seguirlos con la mirada. El ambiente se agitó con la melodía. La oscuridad entró desde los ventanales. Los ángeles de los muros se volvieron los jinetes del apocalipsis. El silencioso invierno se volvió poético y el momento algo digno de preservar en mis recuerdos.

Fui cautivado. Pensé en Daniel como el invierno. A veces era calmado y tranquilo, igual que una nevada tierna, otras veces era una tormenta.

Terminó de tocar y de la nada, soltó una carcajada y musitó: «Te superé». Me percaté de que Daniel, en ese momento, se encontraba en el pasado, lejos del presente y de mí. No me atreví a preguntar, solo fui un espectador que contempló el logro del pianista. 

Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora