¿No recuerdas?

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Durante la semana Daniel comenzó a evadirme y nunca estaba donde esperaba encontrarlo. No lo entendía. Terry se pegó a mí, como lo hacíamos de niños. Ya no era igual. Él cambió y yo también. Sus conversaciones banales no me atraían. No podía ser un libro abierto con él. Me sentía tan solo aunque estuviera acompañado y hubiera un poco de murmullos agitándose en el ambiente del comedor. La mayoría de alumnos conversaban entre susurros. Busqué con la mirada a Daniel, pero no lo vi entre tantos alumnos grises.

—No creí que regresaría. —Llevó el tenedor con pasta a su boca y masticó lentamente—. Espero que mi relación sobreviva solo con cartas —contó en voz baja después de tragar.

—Ajá —respondí tajante y bebí del café que tomaba para acompañar el desayuno.

Terry me hablaba de su novia, la que tenía en su colegio coqueto, pudiente, mixto y libre de religiones. No es que no me interesara del todo lo que me contaba, pero no podía imaginármelo. Encerrado en un internado para hombres, las mujeres eran más unicornios que nada, a pesar de que nos cuidaban monjas, ellas parecían más pingüinos y no otra cosa. Decían ser esposas de Dios, imaginaba que él no era muy bueno con ellas, porque lo poco que mostraban de su ser, su rostro, siempre tenía una expresión de amargura. No todas estaban amargadas, pero la mayoría sí. Regañaban y castigaban tanto que dejé de verlas como personas y solo eran para mí una figura de autoridad. No les tenía confianza, no les hablaba de nada, simplemente las obedecía. Llegué a suponer que debían ser así de duras para que ningún mocoso malcriado las molestara. Antes había sacerdotes, pero debido a diversos escándalos, según el rumor, únicamente quedaron las monjas y un padre que les daba misa a ellas. Había guardias y jardineros, personal de limpieza y lavandería, pero estos no interactuaban con los alumnos, eran solo empleados.

Pensé en Daniel, a él no le intimidaban las monjas, al contrario, se burlaba de ellas y siempre decía que estaban amargadas porque no tenían amor. Llegó a hacerle una broma a la directora, cuando ella estaba distraída comiendo, Daniel pasó cerca de su lado y con mucha habilidad, dejó en el bolsillo del hábito una lagartija muerta. Escuchamos su grito de horror a la distancia y contuvimos la risa.

—¿Te sientes bien? —preguntó Terry, sacándome de mis pensamientos.

—No lo entiendo... —Bajé la mirada y murmuré lo que pensé.

—¿A quién? —Me clavó el cielo de sus ojos en mi cara. Para mí era insoportable su mirada, me recordaba a la de los santos del templo—. Me preocupas, Gabriel. —Estiró su mano y la puso por encima de la mía—. Te considero un buen amigo, a pesar de que nos distanciamos. —Esbozó una atractiva sonrisa que dejaba ver sus perfectos y blancos dientes—. Vives en mis recuerdos de mi infancia, era muy feliz en esos tiempos. —Alejó su mano y la llevó a su cabello, puso detrás de su oído algunos mechones—. Tenías una imaginación increíble. ¿Recuerdas el día que fuimos a cazar duendes? Estabas convencido de que en los cultivos de tulipanes había duendes y hadas. —Se delineó en un rostro una sonrisa divertida—. No sé de dónde inventabas todo eso, no nos dejaban leer libros de fantasía.

—La Biblia tiene mucha fantasía —susurré un tanto burlón—. No recuerdo mucho de eso —dije desanimado.

—Una vez me dijiste que las esculturas de los santos resguardaban los fantasmas de las monjas y alumnos fallecidos. Me asustaste mucho. —Calló por un momento, pensando en lo que iba a decir—. ¿Por qué parece que te estás apagando como hacen las estrellas cuando mueren? —preguntó de manera muy poética.

Que hablara así llamó mi atención.

—Daniel... últimamente está distante —conté afligido.

—Un buen amigo jamás se distancia —aseguró y frunció los labios.

—Tú te distanciaste. Bueno, no fue tu culpa. —Enserié—. Debí haber hecho algo que lo molestara, pero no sé qué fue. Pienso y pienso qué pudo ser. Tal vez... en las notas que le dejé el otro día no le gustaron.

—¿Qué notas? —indagó divertido. Tomó de nuevo el mechón persistente en cubrir sus ojos y lo llevó detrás de su oído.

Miré a los alumnos que estaba en el otro extremo del ancho comedor, también hablaban murmurando entre ellos y sonreían alegres. Al parecer se ponían al día con lo que hicieron en las vacaciones.

—Mientras estábamos enfermos quedamos en escribir notas sobre nuestro día, antes de regresar a clases deslicé las mías debajo de su puerta. Le conté sobre mis pesadillas... —Callé de golpe.

Solté un poco el nudo de la corbata, comenzaba a sentirme agitado. No recordaba del todo lo que escribí, estaba enfermo. Dudé por un momento y me cuestioné en pensamientos si por error y debido a mi estado de salud, terminé escribiendo sobre los sueños eróticos que tuve. Me regañé en pensamientos por no haber revisado las notas antes de dejarlas.

—¿Sigues teniendo pesadillas? A veces me dabas miedo, bueno, casi siempre que te pasaba eso. —Esbozó una sonrisa nerviosa—. No era muy seguido, fue en pocas ocasiones en las que hablaste dormido sobre cosas extrañas y te reías. Y ni olvidar cuando caminabas sonámbulo —susurró.

—No recuerdo eso. —Llevé mi mirada en el perfil de él.

—Éramos muy niños. Decías que los santos te perseguían —contó riéndose en voz baja—. ¿De verdad no recuerdas? —Ladeó su cabeza y me miró intrigado—. Por eso me colaba en tu habitación después de la revisión, para que no salieras sonámbulo y te regañaran. Te contaba los pocos cuentos que me sabía y nos quedábamos dormidos hasta que nos despertaba las campanadas.

—No. —Negué con la cabeza—. Recuerdo que me decías que cerrara los ojos para que los santos se fueran —callé por un momento—, y cuando jugábamos en nuestros ratos libres. —Nervioso, ajusté mis lentes.

—Bueno —bebió de su taza que contenía lo que parecía chocolate—, éramos muy pequeños —dijo despreocupado.

Percibí el peso de una mirada fija en mí, busqué por todos lados el dueño de tan imponentes ojos, esperando a ver a Daniel en alguna parte. Suspiré desanimado, no lo vi. Sin embargo, estaba seguro de que él observaba.

Como era fin de semana, no había clases como tal. No obstante, se reanudaron las clases extracurriculares. Yo asistía al coro. Entré solo para tener acceso a los instrumentos. Era muy aburrido y odiaba cantar, pero me gustaba el piano. Terry me dijo que estaba en la clase de arte. Platicó muy animado que tenía ganas de pintar un cuadro mezclando todas las ocurrencias que le contaba de niño. Me describió su idea. En una primavera, una noche estrellada, duendes saliendo del interior de los tulipanes, hadas con los colores del arcoíris danzando por encima de las flores. Y fantasmas de santos, monjas y alumnos fallecidos contemplando absortos la escena. Le di el buen visto y le deseé éxito con su proyecto.

Después de la larga misa, me separé de Terry y caminé hacia el salón de música. Durante el transcurso el frío me caló los huesos. Mirara por donde mirara, solo había nieve, una silenciosa nieve que se tragaba con ella el calor de la vida. Acomodé la bufanda que me rodeaba el cuello, me di cuenta de que era la que Daniel me dio. Suspiré de nuevo. Apuré el paso para no volver a caer preso de los resfriados de invierno. Entré en el salón, vi de reojo a los alumnos grises con apariencia de maniquís inanimados. Apropósito ocupé lugar detrás de todos, por si no me tocaba usar el piano y sí cantar. Solía fingir cuando era parte del coro, movía los labios y me distraía pensando en diversas cosas. El silencio en el aula era asfixiante. La monja que daba la clase se encontraba cerca de la pizarra. Se giró, vi en su rostro una paz inexplicable que en el pasado no logré contemplar, y sorpresivamente, una sutil sonrisa se delineó en su demacrado rostro. Esperaba a que me pidiera pasar al piano.

—Sablo, por favor, ve al piano —ordenó la monja sin emoción.

—Sí, profesora.

Daniel se abrió paso entre los alumnos grises, invocando con su presencia luz en el sombrío salón. Hasta pareció que los ángeles de los murales enfocaron su mirada en él. Me pareció tan colorido y radiante en ese momento. Con la elegancia de un gato sin domesticar, ocupó lugar en el banquillo, levantó la tapa y echó una mirada en las partituras.

Guiados por el pulcro piano, cantaron casi todos los alumnos. Miraba maravillado a Daniel mientras fingía cantar. Entonces, comprendí por qué su profesor de música se enamoró de él. Daniel era tan diferente a los demás. Libre, expresivo, talentoso, carismático y atractivo. No encontré defectos que me lo sacaran de la mente, por mucho que los buscara. 

Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora