Salida

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El tan esperado domingo llegó

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El tan esperado domingo llegó. No cabía en mí la emoción por salir. Me encontraba en el comedor de colegio, jugueteaba con mi comida con el tenedor mientras me imaginaba cómo sería el lugar a donde iríamos.

—¿No te vas a comer eso? —preguntó Daniel.

—No. —Negué con la cabeza—. Ya quiero salir.

—No es la gran cosa —aseguró despreocupado. Tomó su tenedor y lo clavó en mi panqueque recién empezado—. Come la fruta —ordenó mirándome a la cara.

—Hace mucho que no salgo de aquí. La última vez que lo hice fue porque me llevaron al hospital, hace un año. —Clavé mi tenedor en una uva que había en mi plato y la comí.

—¿Por qué te llevaron al hospital?

—Al parecer soy sonámbulo. —Hablé después de tragar—. Salí de mi cuarto, caminé dormido y me caí de las escaleras, me fracturé el brazo. —Bebí un trago de mi jugo, era tan ácido que me hizo fruncir el ceño y cerrar los ojos.

—Qué cara tan chistosa. —Rio Daniel—. No sabía que eras sonámbulo.

—Ese día soñaba con mi madre, ella me llamaba y me pedía algo. Me gustaría verla. —Bajé la mirada a mi plato.

—¿Cómo es ella?

—Mi padre me dice que me parezco mucho a ella, aunque yo estoy seguro de que heredé de él lo rebelde de su cabello y la miopía. —Llevé un mechón de cabello detrás de mi oreja.

—Tu madre debe ser muy linda. —Devoró el panqueque.

—Lo que recuerdo de ella es su largo cabello lacio, es muy negro. Sus ojos son como los de los gatos, grandes y similares al sol. Solía pintar sus labios de carmesí y me hablaba con una dulce voz. Era una de las secretarias de la empresa de mi papá.

—Los acaudalados siempre se quedan con las mujeres más hermosas. —Clavó su mirada en mí y enmudeció.

—¿Por qué me miras así?

—Tus ojos. —Estiró sus manos y me quitó los lentes—. Son como los de ella, pero no se notan porque los ocultas detrás de estos feos anteojos.

—Los necesito para ver bien.

—Te será más divertido el paseo así, créeme.

Colgó mis lentes en el cuello de su suéter.

—No lo creo...

—Chicos, me dijo la directora que la hermana Cristal nos va a esperar a la diez a fuera de la reja trasera. —Anunció agitado Milano—. ¿Ya firmaron el permiso?

Milano era otro compañero que se quedó en vacaciones. Lo único que sabía de él era que le gustaba comer mucho y venía de un país donde hacía mucho frío.

—Ya —anuncié feliz.

—Faltan cinco minutos. —Miró Daniel el reloj de su muñeca—. Mejor nos vamos ya, de seguro nos dejan si nos demoramos.

Daniel tomó mi jugo y se lo empinó. Caminamos apresurados a la salida trasera, se encontraba lejos de los comedores. Logramos llegar justo a tiempo. Había otros dos alumnos y una monja que se encontraba en la entrada amurallada junto con un guardia, quien conversaba con ella. Decían que para nuestra seguridad había guardias en las entradas y salidas del colegio, pero realmente era para que nadie pudiera salir.

—Buenos días —saludó amable la monja al vernos.

Era la primera vez que la veía, era una joven que no parecía pasar de los treinta años, tenía un rostro redondo y facciones delicadas. Mi primera impresión fue que ella era una persona amable y no tenía suficiente amargura para ser una monja.

—Buenos días —dijimos al unísono.

—Seré su acompañante en esta salida. ¿Ya saben las reglas?

—Sí —respondimos todos.

Sacó de su hábito varias llaves y abrió la pesada puerta de metal. Caminamos en fila detrás de ella, como si fuéramos patitos y ella la mamá. Nos guio hasta el estacionamiento donde se encontraba una camioneta con asientos para siete pasajeros. Eché una mirada para atrás, vi los altos muros que resguardaban y ocultaban el colegio. Daniel se apresuró y pidió ir en el lugar del copiloto, la hermana no se negó. Milano se sentó a mi lado y se puso el cinturón de seguridad. Como era corpulento, ocupó más espacio de lo normal.

—Qué emoción, quiero ir a comer helado —dijo mientras limpiaba el sudor de su gordito rostro.

Me extrañó que sudara, hacía frío por el invierno.

—Comer helado —repetí sin emoción.

No me apetecía comer algo frío en invierno.

—Sí, sí, sí —habló con una respiración agitada—. De chocolate, fresa, vainilla...

Dejé de prestarle atención. Por un momento pensé que Daniel me acompañaría y no un sudoroso compañero. Los otros dos estudiantes se acomodaron y la camioneta se puso en marcha. Miré por la ventana, esperando que mis expectativas fueran cumplidas. Mientras veía, escuché a Daniel, comenzó a hacerle plática a la monja, sonaba muy, pero muy encantador. Fruncí ligeramente el ceño, me irritó por algún motivo que no me pude explicar.

Volví a llevar mi atención a la ventana. Aún no salíamos del terreno del colegio, era inmenso. El lugar coexistía con un bosque cercano, no había más que casas alejadas entre sí y colosales árboles. La carretera se encontraba tapizada por las hojas caídas. Bajé el cristal, sentí el frío aire y olí los aromas que cargaba el viento. Madera húmeda, tierra y sol estancado en el follaje.

La monja condujo mientras conversaba un poco con Daniel. Pasó el tiempo, me aburrí de ver el mismo paisaje, bosque, casas, uno que otro negocio y la carretera. Después de una media hora, llegamos a lo que parecía ser una zona comercial y turística de la ciudad. 


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Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora