Afecto muerto

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La lluvia se tragaba todo y consumía el internado en una espesa oscuridad que parecía ser el hocico de un lobo. El clima representaba a la perfección mi sentir, demasiadas cosas se habían juntado para mí en ese momento. Era tormenta a punto de caer. Mi padre tenía cáncer y otra familia. Daniel estaba deprimido, fingía, pero lo hacía mal. Yo alucinaba con frecuencia. Terry estaba internado en un hospital, cayó por las escaleras y sufrió varias fracturas. Albert me confesó que vio a Daniel empujarlo. Lo seguía con intención de ir a comer juntos, pero Daniel se apresuró al ver Terry, Albert se ocultó detrás de un pilar y observó lo sucedido. Me pidió que no le dijera nada a Daniel, temía que también lo empujara de las escaleras por bocón.

Sabía que Daniel tenía sus motivos, acepté el hecho. Fue cruel. Sin embargo, Terry había abierto una herida en el corazón de Daniel. En un día lluvioso, él me confesó lo que le pasó y por qué dijo que no era la primera vez que abusaban de él.

Los días habían pasado después del terrible suceso en el bosque. Me costó demasiado escribirle una carta a Lana pidiéndole su autorización para pasar las vacaciones de verano en la mansión de la abuela de Daniel. Terminé rogándole en la carta, diciéndole lo feliz y bien que me caería estar un tiempo fuera del internado. A los dos días recibí su respuesta con una caja que contenía galletas de mantequilla, una nueva tarjeta bancaria y un reloj que parecía ser muy ostentoso. Firmó el permiso y me escribió una bonita carta pidiéndome detalles de mi salida cuando regresara. Me alegró mucho que me diera el consentimiento, fue ella más de mi agrado. Sin embargo, seguía resentido por ser feliz con mi padre y que él olvidara a mi madre.

Decidí comer las galletas junto con Daniel, así que, después de clases, fui a su dormitorio. Era una tarde moribunda donde lloviznaba, olía a petricor y parecía que los alumnos y monjas desaparecieron ante las gotas de agua que caían.

Entré a la habitación de Daniel igual que un fantasma. Él no se inmutó ante mi presencia, estaba acostado en la cama, ido, miraba el techo sin ninguna expresión en su rostro. Le hablé, pero no respondió. Le conté las buenas noticias sobre el permiso para pasar el verano con él, pero tampoco respondió. Saqué a Luna del cajón donde vivía, la dejé en el escritorio y le di una galleta. La pequeña ratoncita comió sumamente animada. Daniel seguía desanimado en su cama. Fui hacia donde él estaba con una galleta en mano y la acerqué a sus labios. Abrió la boca, recibió la galleta y la masticó sin ánimos.

—Daniel, estoy preocupado por ti —le dije desanimado.

—Está rica, dame otra —ordenó sin moverse de su lugar ni parpadear.

Fui por otra galleta y se la di nuevamente en la boca. Mientras la dejaba, observé sus pequeños labios y recordé cuando nos besamos. Pensar en aquello me causaba alegría y a la vez tristeza.

—¿Cómo te sientes?

—¿Sentirme cómo sobre qué? —preguntó desalentado mientras masticaba.

—Sobre lo que sucedió en el panteón con Terrence... —aseguré.

—Me di cuenta de algo —murmuró con su encantadora voz.

—¿Qué? —Fijé mi mirada en su pálido rostro y me enfoqué en las pecas de sus mejillas que tanto me gustaban.

—Todos mienten... de alguna manera —contó sin emoción.

—Yo no te miento, Daniel —le aseguré.

—Todos los hacen en algún momento. —Cerró los ojos.

Me acosté a su lado y miré lo mismo que él, el techo blanco. Escuché cómo las gotas de la lluvia intensificaban y golpeteaban los cristales de la ventana. Imaginé que era una presencia hecha de lluvia que deseaba entrar y echarse a nuestro lado. Me regañé en pensamientos. No sabía por qué alucinaba, pero comencé a suponer que por imaginar tanto y buscar evadir mi realidad. Si cerraba los ojos y me concentraba en mí mismo, lograba hacer desaparecer a las presencias. Comencé a creer que tal vez podía controlar aquello, lo que veía, no podía explicar y consideraba demencia, si ponía toda mi voluntad.

Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora