Lo que aprisionan los santos

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Las hojas caían de los árboles, el aire arrastraba el frío del próximo invierno. Terry regresó al colegio para esa época, ya estaba más estable, al parecer se fracturó el brazo y una pierna con su caída. No me hablaba, hacía como si no existiera, igual que Daniel y Albert. Comenzó a juntarse en los recesos con otros alumnos. Yo tampoco podía mirarle la cara, lo odiaba por lo que le hizo a Daniel.

A pesar de que pedía que el tiempo se detuviera, no se cumplía mi deseo. Me propuse disfrutar todo lo que podía de la compañía de Daniel y para no ser una molestia, no le hablé de lo que me afligía, esas alucinaciones que flotaban de un lado a otro. Él me había aconsejado que ignorara todo lo que pudiera aquello y que hiciera como si no lo viera. Al menos que quisiera terminar internado. Sin embargo, cada día eran más vívidas y cerrar los ojos ya no funcionaban igual.

Seguido me levantaba en la madrugada debido a mis pesadillas y los murmullos de ultratumba que escuchaba, para tranquilizarme, me escapaba del dormitorio. Me daba pánico pensar que me descubrieran, pero necesitaba del aire fresco y un paisaje sin interrumpir por barrotes. Necesitaba sentirme libre por un momento.

Llegué a toparme en varias ocasiones con Albert, me agradaba encontrármelo, su presencia delicada invocaba paz y me la trasmitía. Con Albert podía hablar sobre lo que presenciaba sin incomodarlo, me escuchaba con atención. Platicaba de todo con él, claro, omitiendo sucesos que catalogué de sobrenaturales y posiblemente una fantasía. Daba vueltas en mi cabeza ese recuerdo que tenía de él en mis brazos y encarnábamos al andrógino. Albert me agradaba demasiado, tanto como Daniel. No obstante, él estaba demasiado deprimido, perder a Bach le rompió el corazón. Para intentar sanarse comenzó a tener una relación con Violeta, claro, tuvo que negar el amorío que mantuvo con el hermano de ella.

En una de las veces que nos topamos, él miraba el cielo, como si esperara que una estrella bajara y le regresara lo que perdió.

—¿Qué miras? —le pregunté susurrando.

—Hola... —saludó animado—. Las estrellas... parecen iguales, pero brillan de diferentes colores —expresó sin dejar de contemplar el techo el cielo.

Llamó mi atención su esbelto cuello, el bulto de su manzana de Adán y su nacarada piel. Visualicé las venas azuladas de su cuello y brazos, por un fugaz momento quise ser un vampiro y atacarlo. Albert tenía la mirada perdida y vidriosa. Estaba seguro de que pensaba en Bach.

—Como los humanos —dije pensativo.

—Sí. —Esbozó una tímida sonrisa—. ¿Qué te trae por aquí de nuevo?

—Tuve otra pesadilla —dije susurrando y desvié mi ver al césped.

Recordé la pesadilla. Se trataba de un templo invertido en donde debería estar el techo se encontraba el suelo con las alargadas bancas de madera. Los candelabros del suelo se mantenían rígidos e iluminaban tenuemente la escena. Caminaba por el techo, dudando y temiendo de caerme. Algo revoloteaba donde debía estar el altar. Al acercarme, pude admirar a un ángel de alas negras, similares a las de un cuervo. Se encontraba retenido por finos cables de plata que se enterraban un poco en su piel de porcelana y la hacían sangrar. Era perfecto y hermoso, como se suponen que deben ser los ángeles. No obstante, no había dudas, aquel ser de cabellos de fuego y mirada llena de resentimiento era un ángel caído. No me provocaba temor, sino admiración. Contemplé cómo se retorcía queriéndose liberar. No podía moverme más para ayudarlo. No era dueño de todas mi acciones. Levantó su rostro de perfil griego, en sus ojos habitaba un cielo a punto de volverse tormenta. Movió lentamente sus rosados labios y dijo: «Quémenlo».

Entonces, apareció el recuerdo que suprimí de niño. Mi madre caminaba por el bosque, me llevaba en sus brazos. El viento se agitaba y los árboles parecían ser espectros furiosos. No tenía miedo, porque me refugiaba en sus brazos. La escena se cortó, apareció en medio del bosque una enorme fogata que ahuyentaba la negrura del bosque. Sin soltarme de sus cálidos brazos de listones, mi madre corrió hacia las llamas. Lloré de miedo al sentir el calor que emitía el fuego. Mi madre se detuvo, me pidió que guardara silencio y aceptara la muerte. Y después, murmuró con una tétrica entonación: «El fuego eliminará mis ataduras en este banal mundo». No la entendía, era demasiado pequeño para hacerlo. Lloré a todo pulmón como lo haría un niño de esa edad ante el miedo. Apareció corriendo una versión joven de mi padre, agitado, sudoroso, se lanzó encima de mi madre y me arrancó de sus brazos. Más personas parecieron detrás de él, eran policías. Ella, al mirar los uniformados hombres, se lanzó al fuego. Sus gritos aterradores retumbaron por el bosque, agitaron el entorno y oscurecieron mi mente.

Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora