Milagro

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—Cuánto tiempo, ¿has crecido más? —preguntó con una lejana voz.

Me giré, caminé hasta donde él estaba, me daba la espalda y se mantenía flotando en el mismo lugar.

—Estoy alucinando... ¿Qué me pasa? Bach, estás muerto —aseguré sorprendido.

—Lo siento, no tengo la respuesta. Sin embargo, no es la primera vez que hablamos después de mi muerte. ¿Por qué le dijiste a ese chico que era un fantasma vengativo? —preguntó.

—No lo sé, no recuerdo, quería bromear... —Suspiré—. Me volví loco, si alguien se entera... —Llevé mis manos a mi cabeza—. No, mi padre me va a encerrar en un manicomio. —Me hinqué en el suelo.

Por un momento dudé de la veracidad del momento, todo poseía atributos de una quimera. El pesado ambiente, la oscuridad profunda que ni el bombillo lograba dispersar y lo fuera de mí mismo que me sentía. Me afligía más saber que posiblemente terminaría en un loquero que ver un fantasma creado por mi demencia.

—No..., no estás loco —dijo con una entonación triste y lejana—. No soy producto de tu locura —habló como si hubiera leído mis pensamientos—, estoy atrapado aquí, no siento el tiempo, no veo el amanecer ni anochecer. Para mí, aún no llega ese día. De poco a poco, estoy perdiéndome entre el polvo. No obstante, lo entendí, por qué aún no me voy. Tengo que decirle a mi querido Albert la verdad. Lo escucho, a veces él me llama. Ayúdame... ¿Puedes verme, verdad?

—Como un vivo más —dije afligido.

Flotó hacia mí, extendió su pálida mano, vi que la luz del bombillo la atravesaba un poco. Levanté mi rostro, reconocí esos ojos de búho, era él, pero a la vez no. No trasmitía calor ni presencia como los vivos, estaba rígido y en su cuello había una profunda marca dejada por una gruesa soga. Me entristeció, Bach era un chico encantador a pesar de tener una mirada triste. Solía sonreír de manera sutil, pero a la vez con calidez. Siempre bien peinado, erguido y con el uniforme impecable. No lo pude tratar como un amigo, temía no ser digno de él. Lo consideraba alguien inteligente y amable. Me contó el secreto de los libros prohibidos y gracias a estos, cambió mucho mi percepción sobre la vida; de no haberlos leído, seguramente hubiera sido un chico gris refugiado en la religión. Le debía mucho a Bach.

—Puedo ver que vibramos en la misma sintonía, la del amor. ¿Puedo usarte? Quiero darle un mensaje a alguien que también tú estimas.

Temblando, tomé la mano ofrecida. Me recorrió una descarga eléctrica de cabeza a pies, todo me dio vueltas y me sentí sumamente cansado. Mi propio cuerpo se volvió ajeno para mí y una prisión para mi alma. Era una polilla compartiendo el espacio de una jaula pequeña con un búho. Sin controlar nada de mis movimientos, caminé hacia la salida. Extrañamente, me sentía tan feliz de estar vivo. No, Bach se sentía feliz de volver a sentir la magia de vivir a través de mi ser. No podía huir de mi propia prisión ni expresar el miedo que sentía. En el momento di por hecho que me había vuelto loco.

—¿Gabriel, estás bien? —Terry me tomó del hombro.

Él me había estado buscando, en sus ojos se entrevía la preocupación que tenía.

—Lo estoy. —Sonreí sin querer hacerlo—. Hablamos luego, compañero.

—¿Compañero? —repitió Terry extrañado—. ¿Gabriel? ¿Te está pasando de nuevo? —preguntó asustado.

—Estoy bien —dijo Bach por mí.

Caminé contemplando con melancolía todo mi entorno. Salieron lágrimas de mis ojos al ver las nubes arreboladas surcar el cielo. Era la primera vez que ver el cielo me provocaba tantas emociones. Deambulé por el colegio hasta que sonaron las campanadas que anunciaban la cena. Odiaba no poder controlar nada de lo que hacía. Fui al comedor, como nunca lo había hecho en mi vida hasta en ese momento, comí con mucho gusto lo que siempre consideré una simplona comida hecha sin amor.

Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora