Los ángeles enamorados del músico

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Las semanas pasaron y volví de poco a poco la normalidad, percibía el tiempo que me la pasé drogado como un efímero sueño. Sin embargo, estaba seguro de que la monja que me daba el medicamento comenzó a sospechar de que no lo tomaba. Tal vez me notaron lúcido de nuevo. Fui a la biblioteca para estudiar un poco y ponerme al corriente. Gracias a que me la pasé perdido en la nada, no se me quedaron muchas cosas de las clases.

Volví a ver a Albert, cosa que me dio gusto, mirarlo era equiparable a contemplar una bonita pintura del pasado. Se veía más sereno, estaba inerte, atrapado en el libro que leía. Me acerqué y ocupé asiento a su lado. Él me miró de reojo y una sutil sonrisa se marcó en su apacible rostro.

—Hola —le susurré sonriendo.

—Hola —respondió con una suave entonación.

—¿Qué haces? —Ladeé ligeramente mi cabeza y lo observé.

—Aquí no es buen lugar para hablar... —Echó una mirada a una monja que estaba a la distancia leyendo una gran Biblia—. Sígueme sin que lo parezca —pidió con su tímida y suave voz.

Albert dejó su lugar y caminó, le seguí manteniendo una distancia prudente. Se adentró a los baños de la biblioteca y se encerró en un cubículo. Extrañado, entré al cubículo de al lado. Supuse que las monjas, por pudor, no entrarían en los baños de hombres. Un aroma intenso a cloro invadió mis fosas nasales y me mareó un poco. Me pareció una exageración que limpiaran los baños así, hacían del lugar algo insoportable. Suspiré y cubrí mi nariz con el cuello de mi camisa.

—El día que hablamos, en la noche, soñé con Bach..., platicábamos como siempre. Fui muy feliz. —Pude escuchar cómo sonrió—. Él me decía que vivía en mí. Creo que la conversación que mantuvimos me hizo soñarlo. Decidí seguir viviendo para poder soñarlo más —confesó en un hilo de voz—. Fingiré y saldré victorioso. Voy a escribir sobre los sucesos del internado y enseñarle al mundo la verdad de este infierno —informó con su suave entonación, lo percibí un tanto animado—. Por tu seguridad es mejor que no nos vean juntos, no me gustaría que te molestaran por ser mi amigo.

—Entiendo... —dije desanimado.

—Cuídate. También... —Calló de golpe, como si pensara lo que iba a decirme.

—¿Sí?

—Las monjas siempre nos observan. Ten mucho cuidado con lo que dices y haces.

Bajó la palanca del retrete y salió del baño. Desconcertado, fui al lavabo, procesaba la plática en mis pensamientos. Me hacía feliz saber que viviría, pero quería ser su amigo y no mantenerme distante. Reconocí que me atraía algo de él, no sabía exactamente qué era. Me pregunté si era su tranquila personalidad, su encantador aspecto, la paz inmensurable que me invocaba sus ojos de bosque o su voz, la cual me recordaba a un cielo despejado.

Miré mi reflejo en el pulcro espejo mientras lavaba mis manos. Observé que mi cabello era un desastre, estaba más largo de lo que acostumbraba usar, pero no quería ir a que lo cortaran, las monjas siempre se pasaban más del largo que me gustaba. Recordé cuando en primaria hubo una plaga de piojos y todos los alumnos debieron ser rapados. Sentía que mi cabeza rapada era más grande de lo normal y desde ese momento evité contemplarme mucho en los espejos. Llevé mi ver a mis ojos, poseía una mirada aburrida, sin emoción, enmarcada por mis anteojos. Suspiré y me alejé de mi decepcionante reflejo.

Después de aburrirme estudiando, decidí buscar a Daniel. Él estaba en el salón de música, la monja encargada le dio permiso de quedarse extra después del coro. Daniel solía actuar de manera encantadora, era tan buena su actuación que se ganaba la confianza hasta de las monjas más amargadas. Antes de entrar, escuché el piano, sonaba de maravilla. Para mí él era tan hábil como un profesional. Entré al salón, Daniel me echó una mirada risueña y volvió a concentrarse en las teclas. Tomé lugar en una silla lejana y me dispuse a ser el público que no había.

Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora