Fantasmas

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Me encontraba encerrado en la sala de los rezos, conviviendo de nuevo con el crucificado, leía la Biblia mientras estaba hincado frente de él. Me descubrieron cuando intentaba regresar a mi dormitorio. Una monja se había levantado al baño y me escuchó. Tal vez fue porque estaba tan alterado que no fui cuidadoso en mi andar. Mentí, les dije que salí a caminar en el interior del dormitorio porque no podía dormir. Por suerte, no se percataron de que salí y se quedaron con la idea de que únicamente rondé en el interior del dormitorio como alma en pena. Igual me castigaron.


Estaba absorto, las imágenes de Terry abusando de Daniel no salían de miente, sobre todo cuando Daniel comenzó a llorar mientras fingía estar bien. Me pareció roto y algo que debía proteger. Cuando me alejé de Terry, corrí hacia donde estaba Daniel y lo abracé mientras lloraba desconsolado. Él correspondió mi abrazo y me dijo que parara, que le contagiaba mi sentir. Terry huyó, volvió al dormitorio por su cuenta.

Daniel me pellizcó la mejilla y me regañó por ser tan sensible, también me pidió que no hablara de lo sucedido. Limpió las lágrimas con mi suéter. No me había percatado que usaba el suéter que él que me intercambió, ahora era parte también de un recuerdo amargo. Cuando volvimos a la fogata, Albert estaba dormido enroscado, usaba de cama el follaje seco acumulado y abrazaba la botella de vino vacía. En su paliducho rostro se reflejaba una paz que envidié. Daniel lo despertó sacudiéndolo de los hombros. Regresamos sin hablar, envueltos en un silencio incómodo y rodeados por una niebla que ennegrecía el ambiente. Albert no preguntó nada, tal vez se dio cuenta de que estábamos demasiado tristes para conversar. Solía ser perspicaz.

Me cansé de rezar y estar hincado, no había monjas vigilándome, así que me fui a una esquina y me senté recargándome en la pared. Seguía alterado, solo con acordarme entristecía y me daban ganas de llorar. Recordé que en mi bolsillo seguía la carta de Daniel. Al abrirla di con un permiso a firmar para mis padres por parte de la abuela de Daniel, con mucha elegancia y amabilidad en las palabras del permiso, me invitaba cordialmente a pasar las vacaciones de verano en su hogar junto con su nieto. Me animó, pero no lo suficiente para olvidar lo sucedido. Había otra carta en el sobre, era de Daniel, gran parte de la carta estaba tachada.

«No sé qué poner. ¿Querido, apreciado, amado, Isaac, Rigardu? No soy bueno con las cartas, las odio, son evidencia. No importa, quería desearte feliz cumpleaños... Feliz cumpleaños. Eres muy importante para mí. Mi habitación se siente vacía cuando no estás, se vuelve fría y similar a una prisión. Cuando te vas, queda un poco de tu presencia que me ayuda a conciliar el sueño. Me gustaría poder dormir contigo noches completas, sin preocuparme de que alguna monja nos vea.

Luna te manda un regalo, búscalo en el sobre. Je, je, je».

Volteé el sobre buscando el regalo de Luna, salieron pedacitos oscuros y pequeños, era mierda de rata. Fruncí ligeramente el ceño, me pareció una mala broma. Releí varias veces la carta, no importaba que estuviera tachada en algunas partes, igual las entendía. Sonreí, pero se desvaneció cuando apareció el recuerdo de sus ojos llorosos. Comenzó a hacer eco algo en especial, cuando él dijo que no era la primera vez que le hacían eso.

La cabeza me pesó igual que los párpados. Odiaba ese lugar y no podía distraerme con nada. El crucificado era tan real, me aterraba cómo ocupaba gran espacio del cuartito. Sentía que compartía prisión con él. Guardé la carta y abrazándome a mí mismo, me eché en el suelo. Me entregué al sueño que me acosaba.

Soñé con demasiadas cosas, eran confusas, se mezclaban entre sí y me mareaban. Había lugares a los que no fui, conversaciones que no llegué a tener, era otra persona y a la vez era el escenario del sueño. Todo parecía indicar que sería un sueño más de los muchos que tenía. Sin embargo, todo se trastornó cuando regresé al momento, pero seguía dormido. Era tan extraño. En el ambiente todo era de color ocre, parecía que el tiempo estaba estancado en un ocaso eterno. Por todos lados se agitaban orbes blancos que me parecieron grandes motas de polvo. Las paredes se contraían y expandían. La cabeza del crucificado se agitaba erráticamente. También había demasiadas siluetas de estudiantes y monjas flotando, atravesaban los muros, iban y venían sin un camino fijo. Algunas eran difusas, como si el tiempo intentara borrarlas, otras eran más claras. Me pareció curioso, no temía, en esa dimensión no existía el miedo. Me levanté, sin embargo, mi cuerpo no. Clavé mi mirada en mi inerte cuerpo. Era tan diferente al verme desde afuera, tanto que no me reconocí del todo.

Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora