Daniel

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Entré a la sala común, olía a tiempo estancado, mirra y cera para pisos laminados

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Entré a la sala común, olía a tiempo estancado, mirra y cera para pisos laminados. Los lujosos muebles no lograban darme una sensación de comodidad y la luz amarillenta tenue me deprimía. Me sentía ajeno al lugar. Cerca de un gran televisor viejo, encima de una alfombra rojiza, se encontraban sillones alargados. Los muros eran decorados con pinturas de santos, ángeles y más. Tomé asiento en el sillón y fijé mi mirada en la televisión. Estaba apagada, no tenía ganas de ir a pedirle el control a una de las monjas. Volteé mi mirada en el ventanal, una pesada cortina prohibía la entrada de los lejanos rayos del sol de invierno. Era muy aburrido el lugar. Me recargué y parpadeé un par de veces. No me di cuenta en qué momento me quedé dormido. Desperté al escuchar el ruido de la televisión. Giré mi cabeza y vi un alumno sentado en el otro extremo del sillón. Veía una película de comedia de una monja que montaba un burro. Tenía en su rostro pecoso una expresión de aburrimiento. No lo reconocí, así que, lo miré más.

—¿Tengo algo en la cara? —preguntó risueño.

—Pecas —dije risueño.

—Qué chistoso, ¿desayunaste payaso? —preguntó y me clavó la miel de su mirada.

—Tostadas francesas y té —contesté serio.

—Claro, aquí nadie tiene sentido del humor... —murmuró un tanto molesto, hizo un puchero y llevó su mirada en la pantalla.

—No te había visto antes —comenté.

—Llegué el mes pasado. Segundo de bachillerato, de la clase C.

—Clase C —repetí.

La clase C era donde iban los de peor calificación y conducta.

—¿Y tú?

—Primero de Bachillerato, clase B.

—Intermedio... —Cruzó sus brazos—. La otra vez hablé con uno de la clase A. Fue muy engreído a no más poder —contó y una tierna sonrisa se marcó en su rostro pecoso.

—A mí todos me parecen casi iguales —respondí con honestidad.

—Yo no soy como ellos. Te apuesto lo que quieras que no duro otro mes aquí —dijo orgulloso.

—No lo sé. —Entrecerré los ojos—. Los castigos aquí son muy duros. Es mejor comportarse.

—En mi anterior colegio te dejaban sin cena si decías una grosería —presumió.

—Aquí te hincan mínimo tres horas, sosteniendo libros pesados con las manos levantadas y debes rezar todo el tiempo. Me parece un castigo más enloquecedor que irte sin cenar —informé despreocupado.

—Demonios —expresó.

Miré hacia los lados, esperando que la monja que cuidaba la sala común no hubiera estado cerca.

—Calla, si te escuchan te van a golpear siete veces con una regla de madera en las manos y te harán lavarte la boca con jabón de polvo —advertí.

—Rayos, mis padres se lucieron. Cada vez me encuentran peores colegios. ¿Tú qué haces en esta prisión? —preguntó y se sentó a mi lado.

—Eso mismo quisiera saber.

—¿Te gusta?

—No. —Negué con la cabeza.

—¿Y el señor que está crucificado?

—Quisiera bajarlo. —Llevé la mirada hacia un crucifico colgado en el muro—. Lo bueno es que es una representación y no una persona real.

—Qué chistoso. Me agradas, siento que puedo hablar contigo de lo que sea. —Sonrió y vi en su pequeña boca los bonitos dientes que tenía.

Era una mala costumbre que tenía, mirar fijamente en las sonrisas de las personas. Creía que las sonrisas decían muchas cosas. La de él me decía que era un chico lleno de energías y sumamente travieso. Las monjas no sonreían, solían llevar la cara larga, igual que muchos alumnos. Me fue reconfortante ver a alguien sonriendo, tanto que le correspondí la sonrisa con otra.

—Supongo que debe ser porque me he portado un poco mal —susurré.

—¡Cuéntame! —Sus ojos se abrieron como los de un búho cazando.

Lo contemplé, se veía realmente intrigado. Me agradó mucho a primera vista. Él tenía algo diferente, algo que no me pude describir en el momento. Pero fue como si mi alma me murmurara en el oído que estaba destinado a conocerlo y debía hacerlo mi amigo.

—Mejor míralo conmigo, sígueme. —Me incorporé animado.

Guíe al chico nuevo a la biblioteca. Saludamos a la monja que cuidaba la instalación, firmamos el libro de visitas y nos adentramos al palacio de los libros. Desfilaban en hileras muchos estantes repletos de libros. Había largas mesas con lámparas y sillas para ocupar. En los altos techos candelabros de luz amarillenta y en el ambiente una paz sepulcral.

Mi rebeldía se debía a que un estudiante del pasado me enseñó la mini-biblioteca secreta. Al parecer otro estudiante del pasado dejó libros prohibidos en el colegio, posiblemente para vengarse de su expulsión. Yacían en la bodega abandonada, donde iban a parar los libros viejos y arruinados, detrás de los estantes oxidados, rodeados de un castillito de guías telefónicas. Hurgué en el lugar secreto, tomé varios libros y se los enseñé.

—No lo puedo creer, libros de filosofía en un colegio católico —susurró emocionado al recibir un par de libros y echarles una mirada alegre.

—Este es mi favorito. —Saqué un pequeño libro de cuero rojizo y hojas amarillas—. El banquete de Platón... Cuando hablan del andrógino.

—No lo conozco.

—Conócelo. —Le entregué el libro.

—No puedo creerlo, eres muy inocente. ¿Cómo se te ocurre compartir tu tesoro con el nuevo? —preguntó con una amable entonación.

—No le dirías a nadie. Esto es lo más emocionante que te va a pasar aquí. —Callé por un momento—. Sabes... —le clavé mi mirada—, el estudiante que me enseñó este rincón se suicidó. Su fantasma vaga por aquí y es muy vengativo —aseguré.

—No te creo...

—Me gustaría que fuera broma, pero él de verdad se quitó la vida. Lo hizo en su habitación, nadie sabe los motivos reales y es algo de lo que está prohibido hablar. Ya sabes, según es pecado. —Me encogí de hombros.

—¿Y tú qué opinas? —Llevó su mirada en mí, me reflejé en sus ojos deslumbrantes.

Eran muy grandes, los enmarcaban largas pestañas rubias que pasaban desapercibidas. Parecía que contenía en su iris la miel más pura del mundo.

—Debió de estar muy desesperado.

—Yo también lo he intentado —confesó sonriendo—. Como me confías estos libros valiosos, te confiaré mi secreto a cambio.

Dejó los libros en una repisa, remangó las mangas de su suéter y camisa. En sus escuálidos y paliduchos brazos se veía sus venas azules saltonas y cortes prominentes, algunos ya cicatrizados, otros recientes.

—¿Por qué? —pregunté sorprendido.

—¿Por qué será? —repitió.

Llevó su mano a su barbilla, ahí contemplé su rostro a detalle. Tenía facciones agradables y suaves, como las de un príncipe libre de preocupaciones banales. Ojos grandes, nariz pequeña y respingada, el surco nasal marcado, labios pequeños y carnosos. Me cuestioné por qué alguien que parecía tener todo sufría tanto y se hacía daño.

—¿Libertad? —pregunté.

—No eres tonto, eh. Te devolveré el favor después. —Levantó el libro como si se tratara de una bandera—. ¿Cuál es tu nombre?

—Isaac —dije nervioso.

—Daniel. —Escondió el libro debajo de su ropa y salió del lugar. 

Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora