—¿¡Por qué rompiste las estatuas!? —cuestionó mi padre en un grito que alteró el ambiente de la oficina.
—Porque retenían a los fantasmas de los fallecidos —respondí sin dudar en mi entonación.
La directora llevó las manos a sus arrugados labios y me miró asombrada: era un pingüino asombrado.
—Esto es imperdonable, señor Rigardu, su hijo no puede permanecer más en este internado —anunció la directora con una ronca voz—. No solo destruyó las estatuas de la iglesia, también nuestros dos invaluables Cristos. Fue error nuestro dejarlo en el cuarto de rezos mientras usted llegaba —contó en una dramática entonación—. La estatua de nuestro señor tenía siglos en nuestro convento.
La directora dejó salir lágrimas de cocodrilo. Odié que apreciara más a las estatuas que los alumnos. Recordé el alumno que murió en el cuarto de castigo, pidiendo por ayuda. Ya era libre, junto con los otros fantasmas. Nada los retenía y el tiempo podría aligerar sus penas para desaparecer de la Tierra por completo. Miré mis manos, comenzaba a formarse una costra de sangre seca en donde me golpeó la directora con su horrible regla.
—Te has vuelto loco —aseguró mi padre irritado.
—No estoy loco. Estoy más cuerdo que nunca, padre. Simplemente no lo puedes entender, tampoco ella. No quieren hacerlo y tampoco puedo obligarlos. —Me encogí de hombros.
Tenía miedo, mi corazón latía con intensidad. No obstante, lo contuve en mis pensamientos. Sabía que debía ser drástico, lo más posible.
—Lo siento mucho, pagaré por los daños. —Llevó una mirada lastimosa hacia la directora mientras sacaba de su traje una chequera y un bolígrafo—. La locura de su madre está en sus genes.
—Mi madre no estaba loca —refuté molesto—. Jamás la entendiste, no pudiste y no quisiste hacerlo. —Me dirigió una mirada llena de asombro coexistiendo con ira—. Le cortaste las alas, la hiciste sentir miserable, sola y perdida. Por eso ella creía que era mejor morir. Y me quería llevar con ella antes de dejarme contigo.
—Cállate. —Se levantó enojado de la silla y me atinó un puñetazo en el rostro, cayendo en el momento mis lentes en mi regazo—. No sabes lo que dices, eres un malcriado enloquecido —expresó furioso.
—Si te enojas es porque es verdad —dije y llevé mi mano en mi mejilla.
—¡Tranquilo, querido! —intervino Lana—. Esa no es la manera de hacer las cosas.
Abandonó la silla que ocupaba y buscó de su elegante bolso un fino pañuelo. Llevó a mi rostro el pañuelo, limpiando la sangre que comenzó a brotar de mi labio. Con una tristeza y preocupación evidente en su rostro, tomó mis lentes y me los entregó.
Sin decir nada más, me levanté de mi lugar, para mí, mi juicio había terminado y había sido condenado. Decidí entregarme como el único autor de la destrucción de los santos, para cambiar todo. Sabía que si me quedaba en el internado, Daniel seguiría con sus celos enfermizos, que tarde o temprano lo llevaría eso a tomar una decisión trágica. Si no me mataba, se mataba. No obstante, la incertidumbre de mi paradero alteraba todos los posibles escenarios trágicos. Daniel tendría tiempo para reflexionar sobre su vida, para extrañarme, para desear mejorar como persona y hasta para buscar ayuda profesional. Alejarme de mis amigos y lo que fue un hogar para mí era difícil, pero morir y no poder soñar con Daniel era un infierno. Miré hacia el cielo, caía una silenciosa y solitaria nevada.
Una monja y un guardia me escoltaron a la que fue mi habitación por años. Debía hacer mis maletas. Me encontré en el pasillo alumnos que susurraban: «él destruyó las estatuas», «ya sabíamos que no estaba bien de la cabeza». No dejaron que hablara con nadie y alejaban a todo alumno curioso que se acercara.
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Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)
Teen FictionPronto en librerías traído por VRYA Isaac no conoce más allá del internado de monjas donde ha sido criado desde su infancia. Su padre niega que lo visite en vacaciones y su madre está internada en un psiquiátrico. Todo su entorno gris cambia cuando...