El pasado coexistiendo con una pesadilla

9.8K 1.5K 155
                                    

—¿Qué hacían en el bosque? —murmuró regañando alguien en la lejanía de mis sueños.

—Paseábamos —se excusó Daniel.

—Eres un terrible amigo —reclamó Terry—. Él estuvo enfermo hace poco, exponerlo al frío del invierno fue una locura. No los delato solo porque Gabriel te aprecia mucho.

—No te pedí tu ayuda para que me reclamaras —dijo Daniel irritado, pero sin perder el encanto de su voz.

—¿Qué pasa? —Abrí lentamente mis ojos.

Terry estaba cerca de mí con un algodón empapado de alcohol. Me percaté de que descansaba recargado en el tronco de un árbol y la nieve no llegaba gracias a sus gruesas y viejas ramas. Tenía encima el abrigo de Daniel. Él se encontraba tan preocupado que el frío no le llegaba. Sus labios estaban rojos como sus mejillas y sus ojos de sol llorosos. Era una imagen de postal, el chico de sol imponiéndose al frío.

—¡Isa! ¿Cómo te sientes? —preguntó Terry preocupado.

—Como si me hubiera pateado una mula en el corazón —respondí agotado.

—Será mejor que regresemos y vayas a la enfermería.

—Odio ese lugar —dije lo que pensé.

Terry me ofreció su hombro para apoyarme durante el transcurso de regreso, pero me negué. Les convencí de que estaba bien y solo fue un desmayo por cansancio. Sin embargo, Daniel y Terry me obligaron a que fuera a la enfermería. Cuando llegamos, a ellos no les dejaron pasar, me tuve que enfrentar solo a la doctora mal humorada. Odiaba la enfermería, en el lugar se paseaba un aroma desagradable a sábanas lavadas con blanqueador, tiempo estancado y medicamentos caducos y algo que describía como la muerte rondando; como a putrefacción disimulada con otros aromas. Aparte, el silencio que había era insoportable.

Le mentí a la doctora, le dije que la herida me la hice cayéndome en el piso con una roca filosa. Sin mucho tacto, con una cara que decía estar harta de su trabajo y de los críos que debía atender, me tomó el pulso, midió mi temperatura con un termómetro y con el fonendoscopio escuchó mi corazón. No sabía en qué pensaba, en su rostro únicamente habitaba el desprecio y hastío. Con una entonación casada y amargada, me hizo varias preguntas. Me preguntó si dormía bien y aclaró que era normal que los alumnos pasaran por crisis que alteraran su salud, por eso del encierro. Después de atender la herida de mi mano, abrió con llave una de las gavetas donde resguardaban medicamentos. Me dio una pastilla para la fiebre y aclaró que dejaría instrucciones para que las monjas de mi dormitorio me dieran el resto del medicamento cuando lo necesitara. Alegó que era normal que en invierno se enfermaran las personas, aseguró que con reposo y buen sueño reparador estaría mejor. Después, me mandó a mi habitación a descansar.

Salí desanimado. Daniel y Terry se encontraban cerca de la enfermería, conversaban animadamente. Agudicé mi oído para escuchar lo que decían.

—Eres un pesimista —dijo Terry sin mostrar enojo, al contrario, parecía divertido.

—Soy realista, Terrible —aseguró Daniel.

—Es Terrence para ti. —Cruzó los brazos y le lanzó una mirada de enojo a Daniel.

—De niño tenía un perro que se llamaba Terry, era muy obediente —platicó Daniel burlón.

No tenía fuerzas y ánimos para escucharlos discutir. Sin que me notaran, me escabullí a mi dormitorio y, figurativamente, me fui flotando a mi cuarto. La pastilla que me dio la doctora me derribó, era como si hubiera adormecido mi cerebro y no pudiera pensar más allá de cómo respirar y cómo moverme. Me acosté en mi cama después de cambiar mi húmedo uniforme y atender mi higiene. No soñé con nada, no sentí el tiempo pasar, me perdí en una cómoda oscuridad que consumía mi vida. Aparentemente nada me preocupaba. Estaba bien con Daniel y él comenzaba a convivir con mi amigo de la infancia. Todo estaba bien, no necesitaba pensar más.

Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora