El propósito del anillo 


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Abrí los ojos de golpe, y al presenciar mi realidad mi corazón se llenó de melancolía. Seguido soñaba con el momento en que Daniel aparecía y me ayudaba escapar. Pasó el invierno y no se hizo realidad el sueño, supuse que tal vez en el próximo sucedería. Era otoño, pronto cumpliría dos años encerrado en el psiquiátrico. Logré graduarme del bachillerato, pero encerrado no podía iniciar ninguna carrera. Para mí ya no había más futuro en aquel lugar para supuestos locos.

Había reflexionado en mi soledad y mi mentalidad cambió con el pasar del tiempo. Entendí que no debía esperar a nadie para ser libre y que el amor no puede salvar vidas. No negué que estar enamorado podía ser inspirador. Sin embargo, amar no sacaba a las personas del fondo donde se ahogaban. Así era mi caso, enamorarme de un chico no me salvó de mi destino. Lo único que podía hacer era seguir nadando por mi cuenta en el mar de la vida e intentar no ahogarme.

Al tener mucho tiempo, reviví el pasado y aprendí más de este. Lo que hice mal, lo que no debí permitir y lo que sí. En el nombre del amor, me diluí y perdí mi identidad. Mi vida giraba alrededor de la primera persona que me mostró y dio afecto. Lo único que me quedaba era esperar que Daniel siguiera luchando por vivir, por hacer realidad sus sueños y por ser la mejor versión de él. Independientemente quién estuviera en su vida, él debía seguir, nadar en la vida, como yo lo hacía a mi manera.

Eché una mirada por el ventanal, descendía una espesa niebla que simulaba ser un dios acariciando el bosque. El sol se encontraba lejano y ausente, como Daniel. Siendo honesto, en aquel momento, poseía la ligera esperanza de que tal vez mi sueño podría hacerse realidad y lo vería una vez más. Sabía que me contradecía en diversas ocasiones. Mi mente me decía una cosa y mi corazón otra. No obstante, procuraba no torturarme con eso, ya que tenía claro que así era la naturaleza humana, y no deseaba iniciar una guerra conmigo mismo.

Curioseando, toqué los barrotes, confirmando lo firmes que estaban. En el momento, el traslucido anillo se hizo añicos, como si fuera una fina pieza de cristal. No sabía qué significaba aquello, pero me atemorizó. Me incorporé en el suelo, tomé los trozos del anillo en mis manos y los miré fijamente, esperando a que se volvieran a juntar por arte de magia. Sin contenerlas, emanaron frías lágrimas de mis ojos, se deslizaron por mis mejillas y mis lentes no demoraron en empañarse. Era el fin de mis esperanzas con la ruptura del anillo.

En mi sueño, en el que escapaba con Daniel, lo llevaba puesto. Después recordé que, con el tiempo, Luna se fugó con los ratones del hospital. En el sueño la llevaba conmigo. No entristecí cuando me abandonó, ella también merecía vivir su vida y ser una ratoncita feliz. Seguido le dejaba migajas de pan en el hueco de la pared por donde se marchó. Cuando miraba a través del agujero me imaginaba un diminuto mundo de ratones, donde poseían todo lo que necesitaban para vivir como reyes, y eran felices durmiendo acurrucados.

Deprimido, realicé las actividades matutinas de siempre: atender mi higiene personal, vestir el uniforme azul chillón e ir al comedor a desayunar.
Por extraño que sonara, con el pasar de los meses, conocí a dos personas agradables con las que mantuve conversaciones casuales.

Con la primera que me frecuenté fue una chica llamada Sara. Era una joven encantadora de quince años que padecía del mismo mal que yo. No obstante, ella sí consideraba estar enferma. Intenté explicarle la verdad, pero era difícil su caso. Siempre la trataron como una loca por ver fantasmas, y terminó creyéndose esa mentira. Solía estar ida por el medicamento y porque apagó su mente ante lo que veía. Y a pesar de su estado, era amable y tierna. En varias ocasiones le dije que veía lo mismo y le describí algunos fantasmas, intentando que ella se diera cuenta que no eran inventos de su cabeza. Le animó saber que yo padecía la misma enfermedad que ella. No creyó que tenía la capacidad de ver fantasmas. Solía mirarme con sus ojos opalinos, carentes de una alma despierta y sonreía como un sol lejano de invierno. Me pareció triste, pero con Sara aprendí que había cosas fuera de mi control y no podía cambiar. Y que no debía aceptar las verdades de los demás como mía. Por mucho tiempo temí que heredara la locura de mi madre, pero ella no estaba loca, solo veía fantasmas.

Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora