Interludio

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A quien lo lea:

Esta es la carta donde explico minuciosamente las razones de mi suicidio. En parte va dedicada a ti, Margaret, la luz de mi vida. Espero que nunca llegues a leerla, porque te horrorizarían las cosas de las que se han llegado a manchar mis manos. Realmente espero que nadie encuentre la carta doblada en el bolsillo de mi camisa, dentro de mi cuerpo inerte, pero necesitaba una forma de desahogarme, limpiar mi conciencia, aunque al final nadie la lea.

Todo empezó con ese dichoso diario. Garrik y yo lo encontramos con una manta enrollada en el hueco que formaban un árbol y una roca. Creíamos que sería el escondrijo secreto de alguna niñita de la zona, pero nos equivocábamos. Garrik se olvidó del libro en cuanto leímos la primera página, y quedó claro que no era así.

Yo continué hasta terminarlo. Para mí era una broma, la historia de un tonteo juvenil. Hasta que llegó aquel día de agosto. 

El sitio donde íbamos a plantar el campamento estaba embarrado. Tuvimos que movernos un par de kilómetros al norte, hacia una especie de colina que se erguía por encima de los pinos. Algunos ya conocían la zona, aunque habían olvidado su nombre. Una especie de pueblo abandonado, cuyas ruinas fueron apartadas para dejar espacio a una enrome finca que nunca se usó. Dormimos allí, donde el agua no había llegado para inundar el valle.

Por la mañana, uno de los soldados apareció muerto. El coronel intentó llevar la situación lo más calmado posible, pero aquello no era una simple parada al corazón, o una gripe. El pobre chaval estaba abierto en canal. Y aquello no fue lo peor. Eran mis uñas las que estaban manchadas de su sangre.

Lo recuerdo bien. Había sido como el impulso vigorizante de un cubo de agua helada sobre la piel desnuda. El escozor de una nueva energía, un hambre tan mortal que dejaba en ridículo todo el dolor que había sentido antes. Era aquel sitio, lo sé. Junto con la luna, me había envenenado. Otros dos compañeros sufrieron los mismos cambios. Ellos... yo... yo no quería matar al chico.

Decidimos protegernos mutuamente. Allá donde huyésemos, intentarían darnos caza. Debíamos quedarnos en el poblado. Sí, enseguida recordé su nombre: Castronegro. Comprendimos que el instinto nos obligaba a asesinar a alguno de nuestros compañeros mientras dormía, y no seríamos libres hasta que no quedara nadie a quien asesinar. Utilicé lo que había leído en el diario para matar a las personas adecuadas, mover los hilos, y aplicar la presión necesaria. Se desmoronaron ante nuestra garra destructora. Unos soldados curtidos, se convirtieron en títeres de carne blanda frente a nuestros colmillos. Oh, y la carne de Garrik era tan dulce...

Diosa, perdóname por la de sangre que he derramado para proteger mi vida. Otórgales descanso bajo la protección de tu capa y tu arco, y líbrame de esta maldición a través de la purificación de la muerte. Acepta la plegaria de este triste hombre.

Aguantamos hasta el final, al menos dos de nosotros. El otro Hombre Lobo, Nick, no se arrepiente de nada. Dice que sería un desperdicio suicidarse ahora después de todo lo que hemos conseguido. Después de todo lo que sabemos... Aunque yo sé que si Margaret me viese una sola vez ahora mismo, la haría llorar por lo que me he vuelto. Te quiero Meg, espero que encuentres un marido que te cuide y te quiera como te mereces.

Mi legado al mundo será un consejo: no subestimes el diario. Aquel libro me ayudó a sobrevivir, y maldito sea el que lo queme creyendo que así se libra de una maldición. No, porque la auténtica maldición es Castronegro, y el diario es la cura. 

NO CONFÍES EN NADIE, TODOS TIENEN DOS CARAS.

Daniel Lacrow, a 1 de Febrero del 40.

La saga Pueblo DuermeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora