Capítulo 10: El cazador

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La pared retumbó sacando a Aisak de su sueño ligero, aunque él ni siquiera se había dado cuenta de que estaba durmiendo. Esperó unos minutos en silencio. No se escuchó ningún ruido, pero los tablones de la litera de arriba vibraron levemente. "¿Qué es eso?"

Aisak no podía ver a Sylvia, pero por la forma abombada del colchón sobre él, sabía que su amiga estaba arriba durmiendo. Cuando se giró, sin embargo, vio la cama de Marcus vacía, con las sábanas arrugadas y desparramadas sobre el suelo.

Eso quería decir que estaba en plena cacería. Salir ahora a colocar la carta del Cuervo era firmar una sentencia de muerte. "Pero, ¿a qué viene tanto jaleo?" Aisak escuchó romperse un tarro de cristal a lo lejos. A pesar de la corta distancia entre la cocina y las habitaciones, no había sonado tan alto como el chico se esperaba. "Las paredes son gruesas". Constató. Probablemente eran así porque, incluso en verano, por la noche hacía fresco.

Tardó en dormirse, pero acabó consiguiéndolo, poco después de que los golpes cesasen.


Se escuchó un petardazo y, justo después, el chillido de una chica que se había asustado por ese mismo sonido. O que había sido víctima de ello, todavía no estaba muy claro.

Los cuatro amigos se incorporaron a la vez. Aún era de noche. Ya no se veían estrellas a través de la pequeña ventana del cuarto, pero la oscuridad era innegable. Les llegó la luz de otras habitaciones que también se habían despertado.

Julie, que había dormido con la misma ropa del día anterior, fue la primera en ponerse en marcha de un salto. Antes de salir, se chocó con Nathan, que venía corriendo desde el pasillo. El chico todavía estaba en pijama y andaba descalzo.

     —¿Habéis oído eso? Creo que eran fuegos artificiales.

     —¡O una bengala! —añadió Stephan, el amigo de Nathan, que se ponía de puntillas para poder asomarse también por la puerta—. ¡Igual nos han encontrado!

Marcus y Aisak cruzaron una mirada.

     —Eso no eran fuegos artificiales. Era un disparo —declaró Aisak.

El disparo de un arma, además.

La ilusión de borró en el rostro de Nathan y su amigo, que se hicieron a un lado para dejarlos salir. Fueron los seis juntos hacia el exterior, donde más gente se estaba reuniendo, exaltada. Aunque estaban en distintos grados de desarreglo (camisetas de publicidad que usaban para dormir, pelo despeinado, rostro medio distraído...), todos estaban alerta para cualquier cosa que pudiese pasar. "No nos parecemos a los chavales que bajaron sus maletas del autobús aquel día".

     —¡El comedor está destrozado, y Viktor no está! —declaró alguien.

Efectivamente. Ya solo desde el hueco de la puerta se podían ver las mesas y los bancos volcados, un par de ellos partidos a la mitad. En el suelo había astillas, cristales e incluso cubiertos. Los jóvenes avanzaron un poco más en el interior y alcanzaron a ver la cocina. También había cosas por el suelo, pero lo más llamativo era, sin duda, la despensa.

La puerta tenía arañazos en la madera y colgaba sobre uno de los goznes. No había nadie dentro de la despensa.

     —Mirad —murmuró otra persona distinta.

La chica de la otra clase en cuestión señalaba una losa blanca en la que habían caído tres gotitas de sangre roja, perfectas, casi colocadas a propósito. "Es muy poca sangre para la escena tan brutal que ha sucedido aquí", escuchó la voz de Niko.

     —Buscad el cuerpo de Viktor —ordenó Anders—. Tiene que estar en alguna parte.

     —¡Corred, venid a la explanada, junto a la pista de baloncesto! —dijo Ridro, uno de los amigos del rubio, y que se acababa de asomar a la cocina.

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