Prólogo: No todos los monstruos son malos

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-¡Rápido, marchaos! ¡Llévatelo lejos de aquí!-el hombre de pelo castaño oscuro se separó de la ventana tras contemplar el aterrador paisaje. Estaba sumamente nervioso y no paraba de hacerles continuos aspavientos con las manos a las dos personas que se hallaban con él en la habitación: su mujer y su hijo.

La mujer negó con la cabeza. Su larga melena negra ondeó en el aire como una bandera y sus brillantes ojos verdes se clavaron en los marrones del hombre que se hallaba a un par de metros.

-No puedes hacerlo tú solo. ¡Es muy peligroso! ¡Te matará!

Él bajó la mirada.

-Si de esa manera logro protegeros, que así sea. Además, si yo no acabo con ella nadie más lo hará. Ellos ya no están aquí.-el hombre apretó los puños. Sabía lo que tenía que hacer. Sabía lo que le esperaba. Y no era nada bueno. Pero era la única forma de derrotarla porque sino el mundo entero estaría en peligro, y sólo él podía pararla.-Por favor Isabel. Vete. Marchaos. Es demasiado peligroso.

Ella se acercó a él y ambos se dieron un cálido abrazo antes de besarse apasionadamente.

-Te amo, no lo olvides nunca.-murmuró ella mirándole a los ojos. A esos ojos que la habían cautivado desde el primer día que se conocieron y a pesar de ser enemigos. Nada se había interpuesto entre ellos y nada iba a interponerse.

El niño observaba la escena un poco confuso pero plenamente consciente de lo que iba a suceder. Cuando ambos adultos se separaron, el joven de pelo castaño claro y exóticos ojos verdes idénticos a los de su madre se acercó al hombre, a su padre.

-¿Vas a luchar contra el monstruo verdad?-preguntó el niño y el padre asintió. ¿Tú también te convertirás en uno?

El hombre sonrió.

-Si.-una suave brisa entró por la ventana y revolvió sus cabellos a la vez que también trajo gritos procedentes de la batalla- A veces necesitas la ayuda de un monstruo para vencer a otro monstruo.

-¿Yo también soy un monstruo como tú?-el joven de ojos verdes abrió la palma de su mano e hizo brotar una flamante llama de color anaranjado que refulgió con fuerza iluminando la habitación.

-¡Alan!-le regañó su madre, pero su padre le hizo un gesto con la mano y dejó escapar una pequeña risa. Con una sonrisa de cariño que Alan no olvidaría en la vida se agachó junto a él y le miró a los ojos.

-No, tú serás mucho mejor que yo.-con una de sus manos hizo que cerrase la palma de la mano, apagando el fuego, al tiempo que sus ojos dejaban de ser marrones para adquirir una tonalidad más rojiza.-Y recuerda: no todos los monstruos son malos.

Se puso en pie y, tras dirigirle una última mirada nostálgica a ambos, saltó por la ventana y se perdió de vista.

-Vamos Alan.-Isabel agarró a Alan de la mano y el niño, sin apenas rechistar, se dejó llevar. Él también quería luchar. También quería ayudar a su padre a acabar con los malos. Pero no era el momento.

Bajaron las escaleras y salieron de la casa. A lo lejos, numerosos incendios iluminaban el cielo nocturno de la capital española y fuertes chillidos inhumanos y gritos de terror resonaban entre las calles de la ciudad.

Isabel y Alan corrían de la mano alejándose de la batalla. De vez en cuando, ella se veía obligada a desenfundar su gran espada de plata para descuartizar a algún que otro atacante que surgía de las sombras y él trataba de utilizar sus habilidades para calcinar a los enemigos que a ella no le daba tiempo a matar. Sin embargo, tampoco quería hacer un gran uso de sus dotes, pues apenas podía controlarlos.

Repentinamente, un hombre de avanzada edad apareció de la nada.

-¡Rápido! ¡Por aquí!-les hizo señas para que continuasen por el camino señalado pero en apenas un segundo unas garras de color negro le atravesaron el pecho desde atrás, salpicando sangre en todas direcciones.

Alan Heek y La Espada MortalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora