4. El número 514, serie 23[4]

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Todos estos misterios irritaban a la galería. Evidentemente se tramaban planes en la sombra. Arsenio Lupin disponía y apretaba las mallas de sus redes, mientras que la policía organizaba alrededor del señor Gerbois una vigilancia diurna y nocturna. Y se estudiaban los tres únicos desenlaces posibles: la detención, el triunfo o el fracaso ridículo y lamentable.

Pero sucedió que la curiosidad del público no iba a ser satisfecha sino de forma parcial, y es aquí, en estas páginas, donde por primera vez se revela la verdad exacta.

El martes 12 de marzo, el señor Gerbois recibió, bajo sobre de apariencia vulgar, un aviso del Crédit Foncier.

El jueves, a la una, cogía el tren para París. A las dos, le pagaron los mil billetes de mil francos.

Mientras los contaba, uno a uno, temblando... ¿no era este dinero el rescate de Suzanne?... dos hombres se encontraban en un auto detenido a cierta distancia de la puerta principal del Crédit Foncier. Uno de ellos tenía cabellos grises y un rostro enérgico que contrastaba con sus ropas y sus modales de empleado modesto. Se trataba del inspector general Ganimard, el viejo Ganimard, enemigo implacable de Lupin. Y Ganimard le decía al sargento Folefant:

─Ya no tardará... antes de cinco minutos volveremos a ver a nuestro hombre. ¿Está todo dispuesto?

─Completamente.

─¿Cuántos somos?

─Ocho, dos con bicicletas.

─Y yo, que valgo por tres. Es bastante, pero no demasiado. Es preciso, a toda costa, que no se nos escape ese Gerbois... si no, ¡adiós! Se juntará con Arsenio Lupin en el lugar que hayan fijado de antemano, cambiará la muchacha por el medio millón y el juego se acabó.

─Pero ¿por qué ese hombre no actúa con nuestra ayuda? ¡sería todo tan sencillo! Metiéndonos en el juego, se embolsaría el millón entero.

─Sí, pero tiene miedo. Si intenta engañar al otro, no recuperará a su hija.

─¿Qué otro?

─Él.

Ganimard pronunció esta palabra con tono grave, un poco temeroso, como si hablase de un ser sobrenatural cuyas garras ya hubiera sentido.

─Es bastante cómico ─observó juiciosamente el sargento Folefant─ que nos veamos reducidos a proteger a ese señor contra sí mismo.

─Con Lupin el mundo está patas arriba ─suspiró Ganimard.

Transcurrió un minuto.

─Atención.

El señor Gerbois salía. Al final de la calle Capucines tiró por el lado izquierdo de los bulevares. Se alejaba lentamente, a lo largo de las tiendas, mirando los escalarates.

─Demasiado tranquilo nuestro cliente ─decía Ganimard─. Un individuo que lleva en el bolsillo un millón no tiene esa tranquilidad.

─¿Qué puede hacer?

─¡Oh!, nada, evidentemente... no importa. Lupin es Lupin.

En ese momento, el señor Gerbois se dirigió a un quiosco, eligió varios periódicos, los pagó, desplegó uno de ellos y con los brazos extendidos, avanzando a pasos cortos, se puso a leer. Y de repente, de un salto se arrojó al interior de un automóvil que se hallaba aparcado al borde de la acera. El motor estaba en marcha, porque el auto partió rápidamente, dobló la esquina de la Madeleine y dasapareció.

─¡Maldición! ─Blasfemó Ganimard─. ¡Otro golpe de los suyos!

Echó a correr, y otros hombres corrieron, al mismo tiempo que él, por los alrededores de la Madeleine.

Pero lanzó una carcajada. A la entrada del bulevar Malesherbes, el automóvil se hallaba detenido, estropeado, y el señor Gerbois se apeaba de él.

─Rápido, Folefant... el chófer.

Era un individuo llamdo Gastón, empleado de la sociedad de automóviles de alquiler: diez minutos antes lo había parado un señor y le había dicho que esperase «con el motor en marcha, junto al quiosco, hasta la llegada de otro señor».

─Y el segundo cliente ─preguntó Folefant─, ¿qué dirección le dio?

─Ninguna... «bulevar Malesherbes... avenida de Messine..., doble propina...». Eso fue todo.

Pero durante ese tiempo, el señor Gerbois, sin perder un minuto, había saltado al primer vehículo que pasaba.

─Cochero, al Metro de la Concorde.

El profesor salió del Metro de la plaza del Palais-Royal, corrió hacia otro coche e hizo que lo condujeran a la plaza de la Bourse. Segundo viaje en Metro, luego, en la avenida de Villers, tercer vihículo.

─Cochero, calle Clapeyron, número 25.

El número 25 de la calle Clapeyron está separado del bulevar de Batignolles por la casa que hace esquina. Subió al primer piso y llamó. Un señor le abrió.

─¿Es aquí donde vive el abogado Definan?

─Soy yo. ¿Sin duda, el señor Gerbois?

─Exactamente.

─Lo esperaba, señor.

Cuando el señor Gerbois penetró en el despacho del abogado, el reloj marcaba las tres de la tarde, e inmediatamente dijo:

─Es la hora que él me fijó. ¿No está aquí?

─Aún no.

El señor Gerbois se sentó, se enjugó la frente, miró su reloj como si no supiese la hora y volvió a preguntar ansiosamente:

─¿Vendrá?

El abogado respondió:

─Me interroga usted, señor, sobre la cosa del mundo que más curiosidad me inspira. Jamás he experimentado semejante impaciencia. En todo caso, si él viene, arriesga mucho. Esta casa está muy vigilada desde hace quince días... se desconfía de mí.

─Y de mí más aún. Así que no garantizo que los policías encargados de vigilarme hayan perdido mi rastro.

─Pero entonces...

─No es culpa mía ─exclamó enérgicamente el profesor─, y no hay nada que reprocharme. ¿Qué prometí? Obedecer sus órdenes. Pues bien, las he obedecido ciegamente: he cobrado el dinero a la hora fijada y he venido a su casa siguiendo lo prescrito por él. Responsable de la desgracia de mi hija, he cumplido mis promesas con toda lealtad. A él le corresponde cumplir las suyas.
─Y añadió con la misma voz ansiosa─: traerá a mi hija, ¿verdad?

─Así lo espero.

─No obstante... ¿Le ha visto usted?

─¿Yo? Pues no. Solamente me pidió por carta que recibiera a ambos, que diera permiso a mis criados antes de las tres de la tarde y que no admitiera a nadie en mi apartamento entre la llegada de usted y la salida de él. Si no consentía en esta proposición, me rogaba que se lo comunicara mediante dos líneas en el Echo de Paris. Pero me considero muy dichoso de poder hacer un favor a Arsenio Lupin y consiento en ello.

El señor Gerbois gimió:

─¡Ay! ¿Cómo terminará todo esto?

Sacó del bolsillo los billetes de banco, los puso sobre la mesa e hizo dos paquetes con la misma cantidad. Luego se calló. De cuando en cuando, el señor Gerbois prestaba atención... ¿no habían llamado?

A medida que transcurrían los minutos aumentaba su angustia, y el señor Detinan experimentaba también una impresión casi dolorosa.

En cierto momento, hasta el abogado perdió su sangre fría. Se levantó bruscamente:

─No lo veremos... ¿cómo quiere usted...? ¡sería una locura de su parte! Que tenga confienza en nosotros, pase: somos personas honradas, incapaces de traicionarlo, pero el peligro no está solamente aquí.

Y el señor Gerbois, con las dos manos sobre los billetes, balbució:

─¡Que vanga, Dios, que venga! Daría todo esto para volver a tener a Suzanne.

La puerta se abrió.

─Con la mitad bastará, señor Gerbois.

Arsenio Lupin contra Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora