14. Sherlock Holmes abre las hostilidades[3]

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La mirada que cruzaron fue profunda, sin provocación de una parte ni de otra, sino tranquila y animosa. Era el batir de dos espadachines que empuñan el acero.

Sonaba claro y franco.

─¡Estupendo! ─exclamó Lupin─. ¡Ya es algo! Un adversario. Aunque sea un bicho raro. Pero ¡es Sherlock Holmes! Van a divertirse.

─¿No tiene usted miedo? preguntó Watson.

─Casi, señor Watson, y la prueba ─dijo Lupin, levantándose de su asiento─ es que voy a apresurarme a preparar mi retirada..., sin lo cual estoy en peligro de caer en la trampa. Así pues, quedamos dentro de diez días, ¿no, señor Holmes?

─Diez días. Estamos a domingo. Ocho después del miércoles, y todo habrá terminado.

─¿Y estaré tras los barrotes?

─Sin el menor género de duda.

─¡Caray! Yo, que me solazaba con mi vida tranquila... Ninguna preocupación, unos pequeños negocios, la policía al diablo y la reconfortante sensación de la universal simpatía que me rodea... ¡Y va a ser preciso cambiarlo todo! En fin, es el reverso de la medalla... Después de la calma, la tempestad... Ahora ya no hay que reírse. ¡Adiós!

─Dése prisa ─exclamó Watson, lleno de solicitud por un individuo al que Sherlock Holmes de una visible consideración─. No pierda ni un momento.

─Ni un minuto, señor Watson, solamente el tiempo de decirle lo feliz que me siento de haberlo conocido, y cuánto envidio al maestro por tener un colaborador tan valioso como usted.

Se saludaron cortésmente, como hacen en el terreno del honor dos adversarios a los que no separa odio alguno, pero que el destino obliga a batirse sin merced. Y Lupin, cogiéndome del brazo, me arrastró afuera.

─¿Qué dice usted a esto, querido amigo? He aquí una comida cuyos incidentes harán buen efecto en las memorias que usted prepara sobre mí.

Cerró la puerta del restaurante y deteniéndose a unos pasos, preguntó:

─¿Fuma usted?

─No, ni usted tampoco, me parece.

─Yo tampoco.

Encendió un cigarrillo con un fósforo de bengara que agitó varias veces para apagarlo. Pero, tan pronto como tiró el cigarrillo, atravesó corriendo la calzada y se unió a dos hombres que acababan de surgir de la sombra, como llamados por una señal. Se entretuvo unos instantes con ellos en la acera de enfrente y luego volvió a mi lado.

─Le ruego que me perdone. Ese diablo de Holmes va a darme mucho que hacer. Pero le aseguro que no ha terminado todavía con Lupin... ¡Ah, ya verá el inglés de qué madera estoy hecho!... Hasta la vista... El inefable Watson tiene razón. No tengo ni un minuto que perder.

Se alejó a buen paso.

Así terminó aquella extraña velada o, por lo menos, parte de aquella velada en la que me vi mezclado. Porque durante las horas que siguieron sucedieron muchos otros acontecimientos que las confidencias de los demás participantes de esta comida me han permitido, afortunadamente, reconstruir en todo a sus detalles.

En el mismo instante en que me dejaba Lupin, Sherlock Holmes sacaba el reloj y se levantaba de su asiento.

❇❇❇

─Las nueve menos veinte. A las nueve debo encontrarme en la estación con los condes de Crozon.

─¡En marcha! ─exclamó Watson, después de haberse bebido de un trago dos vasos de whisky seguidos.

Salieron.

─Watson, no vuelva la cabeza... Quizá nos sigan, en tal caso, actuemos como si eso no nos importara... Dígame, Watson, ¿por qué se encontraba Lupin en ese restaurante? Déme su opinión.

Watson no dudó:

─Para comer.

─Watson, cuanto más trabajamos juntos más cuenta me doy de la continuidad de sus progresos. Palabra que cada vez se hace más asombroso.

En la sombra, Watson se ruborizó de placer, y Holmes continuó:

─Para comer, exacto, y además para asegurarse si voy a Crozon efectivamente, como anuncia Ganimard en su entrevista. Voy allá, pues, a fin de no contrariarlo. Pero como se trata de ganarle tiempo, no voy... Usted, amigo mío, siga por esta calle, tome un coche, dos, tres coches. Regrese más tarde a buscar las maletas que hemos dejado en consigna, y al galope al Elysée-Palace.

─¿Al Elysée-Palace?

─Pedirá una habitación, en donde se acostará y dormirá a pierna suelta, esperando a recibir mis instrucciones.

Watson, orgulloso del importante papel que le habían asignado, se fue. Sherlock Holmes compró su billete y subió expreso de Amiens, donde ya se hallaban instalados los condes de Crozon.

Se limitó a saludarles. Encendió una segunda pipa y, de pie en el pasillo, fumó tranquilamente.

El tren se puso en marcha. Al cabo de diez minutos, Holmes fue a sentarse al lado de la condesa y le preguntó:

─¿Tiene usted a mano la sortija, señora?

─Sí.

─Tenga la bondad de prestármela.

La cogió y la examinó.

─Es lo que yo pensaba exactamente. Un brillante reconstruido.

─¿Un brillante reconstruido?

─Un procedimiento nuevo que consiste en someter el polvo de diamante a una temperatura muy elevada para fundirlo..., y entonces, ya no hay más que reconstruir en una sola pieza.

─¿Cómo? Pero mi brillante es bueno.

─Es de usted, sí, pero éste no es el de usted.

─¿Dónde está, entonces, el mío?

─En manos de Arsenio Lupin.

─Entonces, ¿éste...?

─Éste sustituyó al suyo y fue introducido en el tubo de pasta de dientes del señor Bleichen, donde usted lo encontró.

─Por tanto es falso.

Intrigada, trastornada, la condesa callada, mientras que su marido, incrédulo, daba vueltas a la joya en todos los sentidos. La condesa acabó por balbucear:

─¿Es posible? Pero ¿por qué no lo robó simplemente? Además ¿cómo lo robó?

─Precisamente eso es lo que voy a tratar de aclarar.

─¿En el castillo de Crozon?

─No. Me bajo en Creil y regreso a París. Es allí donde debe jugarse la partida entre Arsenio Lupin y yo. Los golpes se reciben igual en un lugar que en otro, pero es preferible que Lupin me crea de viaje.

─Sin embargo...

─¿Qué importa, señora? Lo esencial es su brillante, ¿no es cierto?

─Sí.

─Pues bien: tranquilícese. Hace un momento he hecho una promesa mucho más difícil de cumplir. Palabra de Sherlock Holmes: le devolveré el brillante verdadero.

Arsenio Lupin contra Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora