Transcurrieron dos días, vacíos de incindentes, pero en los que Holmes prosiguió su tarea con cuidado minucioso y un amor propio exasperado por el recuerdo de esa audaz impedición. Infatigable, registró el jardín y el chalé, se entrevistó con los criados y permaneció largo rato en la cocina y en el establo. Aunque no recogió ningún indicio que aclarara nada, no perdía el ánimo.Al tercer día, cuando entraba en una habitación situada encima del boudoir, y que servía de estudio a la niñas, encontró a Henriette, la más pequeña de las hermanas. Buscaba sus tijeras.
─Mira ─dijo a Holmes─, yo también hago papeles como los que tú recibiste la otra noche.
─¿La otra noche?
─Sí, cuando terminabas de cenar. Tú recibiste un papel azul, pegado..., ya sabes, un telegrama... Bueno, yo también los hago...
Y se marchó. Para cualquier otro, aquellas palabras no hubiesen significado más que la insignificante reflexión de un niño, y el mismo Holmes las escuchó con oído distraído, continuando su inspección. Pero, de repente, echó a correr detrás de la niña, porque su última frase le había sacudido de pronto. La alcanzó en lo alto de la escalera y le dijo:
─Entonces, ¿también tú pegas tiras de papel?
Henriette, muy orgullosa, declaró:
─Pues sí, corto palabras y las pego.
─¿Y quién te ha enseñado ese juego?
─La señorita..., mi aya... Se lo he visto hacer a ella. Coge palabras de los periódicos y las pega...
─¿Y qué hace con ellas?
─Telegramas, cartas que manda.
Holmes volvió a la sala de estudio muy intrigado por aquella confidencia, y se esforzó por extraer de ellas las deducciones que implica.
Maquinalmente, Holmes hojeó los libros de texto apilados sobre la mesa, luego otros que estaban colocados sobre los estantes de una librería. Y, de repente, dio un grito de alegría. En un rincón de la librería, debajo de viejos cuadernos amontonados, encontró un álbum para niños, un alfabeto con dibujos, y, en una de las páginas del álbum, un hueco apareció ante sus ojos.
Comprobó. Era la nomenclatura de los días de la semana. Lunes, marte, miércoles, etcétera. Faltaba la palabra sábado. Ahora bien: el robo de la lámpara judía tuvo lugar la noche de un sábado.
Holmes experimentó esa leve opresión del corazón que anunciaba siempre de forma clarísima que había puesto el dedo en el mismo nudo de la intriga. Esa opresión de la verdad, esa emoción de la certeza, no le engañaba nunca.
Febril y confiado, se apresuró a hojear el álbum. Un poco más adelante le esperaba otra sorpresa.
Se trataba de una página compuesta de letras mayúsculas seguidas de una línea de números.
Nueve de esas letras y tres de esos números habían sido cortados cuidadosamente. Holmes los escribió en su libreta de notas en el mismo orden en que habían sido cortados y obtuvo el resultado siguiente:
CDEHNOPRS-237
─¡Caramba! ─murmuró─. A primera vista, esto no significa nada.
Si se mezclaban la letras y se utilizaban todas, ¿se podrían formar una, dos o tres palabras?
Holmes lo intentó en vano.
Una sola solución se imponía, que acudía sin cesar a la punta del lápiz y que, a la larga, le pareció la verdadera, tanto porque correspondía a la lógica de los hechos, como porque estaba de acuerdo con las circunstancias generales.
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Arsenio Lupin contra Sherlock Holmes
Historical FictionVolumen (2). Maurice Leblanc estaba convencido de que la propiedad era un robo, de modo que se le ocurrió crear uno de los personajes más populares que ha dado la literatura de misterio: Arsenio Lupin, caballero ladrón, que durante décadas desvalijó...