12. Sherlock Holmes abre las hostilidades[1]

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─¿Qué desean los señores?

─Lo que usted quiera ─respondió Arsenio Lupin, como hombre a quien los detalles alimenticios interesan poco─. Lo que usted quiera, excepto carne y vino.

El camarero se alejó, desdeñoso.

Pregunté:

─¿Cómo? ¿Aún vegetariano?

─Cada vez más ─afirmó Lupin.

─¿Por gusto? ¿Por creencia? ¿Por costumbre?

─Por higiene.

─¿Y nunca ha infringido...?

─¡Oh!, Sí..., cuando ando por el mundo... para no destacarme...

─¿Nada más?

─Pues sí ─exclamó─. Tengo días en que todo me parece delicioso, en que la vida es para mí como un tesoro infinito que no llegaré nunca a agotar. Y, sin embargo, sólo Dios sabe que vivo sin preocurparme.

─Demasiado quizá.

¿Hablaba en serio? ¿Se burlaba? El tono de su voz era exaltado. Continuó:

─Mire: ¡todo está en el peligro! ¡En la sensación ininterrumpida del peligro! Respirarlo como el aire, sentirlo alrededor de uno, soplando, rugiendo, espiando, acercándose... Y en medio de la tempestad, permanecer tranquilo..., ¡sin moverse!... Si no, está umo perdido... Sólo existe una sensación que supere a ésa: la del chófer durante una carrera automovilística. Pero esa carrera dura una mañana, ¡y mi carrera dura toda la vida!

─¡Qué lirismo! ─exclamé─. ¿Y va usted a hacerme creer que no tiene un motivo particular de excitación?

Sonrió.

─¡Vaya! ─dijo─. Es usted un buen psicólogo. En efecto, existe otra cosa.

Se llenó un vaso con agua fresca, lo bebió y me dijo:

─¿Ha leído hoy Le Temps?

─No.

─Sherlock Holmes ha atravesado el Canal de la Mancha esta tarde y ha llegado alrededor de las seis.

─¡Diablos! ¿Y para qué?

─Un viaje que le ofrecen los Crozon, el sobrino de Hautrec y ese Gerbois. Se han encontrado en la estación del Norte y de allí han ido todos a reunirse con Ganimard. En este momento están deliberando los seis.

Nunca, a pesar de la enorme curiosidad que me inspira, me permito interrogar a Arsenio Lupin sobre los actos de su vida privada antes de que él me hable de ellos. Existe, por mi parte, una barrera de reserva por encima de la cual no salto nunca. Además, en este momento su nombre aún no había sido mezclado, por lo menos oficialmente, en el asunto del brillante azul. Así que me armé de paciencia.

Continuó.

Le Temps publica también una entrevista con el bueno de Ganimard, según la cuál cierta Dama Rubia, que dicen amiga mía, asesinó al barón de Hautrec e intentó sustraer a la señora de Crozon su famosa sortija. Y, claro está, me acusa de ser el instigador de esos delitos.

Un ligero temblor me agitó. ¿Era cierto? ¿Debía creer que el hábito del robo, su género de existencia, la lógica misma de los acontecimientos, habían conducido a este hombre hasta el crimen? Le observé. ¡Parecía tan tranquilo! ¡Sus ojos miraban con tanta franqueza...!

Examiné sus manos. Poseían un modelado de delicadeza ilimitada, manos inofensivas, manos de verdadero artista...

─Ganimard es un alucinado ─murmuré.

Arsenio Lupin contra Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora