40. La lámpara judía 2[3]

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─¡Dios me perdone! ¡Es el amigo Ganimard! ¡Está muy mal lo que haces, Ganimard! No tienes derecho a disparar más que en caso de legítima defensa... ¿Este pobre Arsenio te pone tan furioso que hasta olvidas tus deberes?... ¡Vamos, muchacho, formalidad!... ¡Y vuelve a disparar!... Desgraciadamente, es a mi querido maestro al que va a darle.

Se puso delante de Holmes para protegerlo con su cuerpo, y de pie en el bote, de cara a  Gamimard, continuo:

─¡Bueno! Ahora estoy tranquilo. Tira aquí, Ganimard, al corazón... Más alto..., a la izquierda... Ha fallado... Mala puntería... Torpe... ¿Otro?... Estás temblando, Ganimard... Atención a la voz de mando y sangre fría... Uno, dos y tres: ¡fuego!... Fallaste otra vez... ¡Dios mío! ¿Acaso les da el Gobierno pistolas de juguetes?

Sacó una enorme revólver, macizo y plano y, sin apuntar disparó.

─¿Qué dices a eso, Ganimard? ¡Ah! Éste procede de una buena fábrica. Saluden, señores. ¡Es el revólver de mi noble amigo, el maestro Sherlock Holmes!

Y con un ademán tiró el arma a los mismos pies de Ganimard.

Holmes no pudo evitar sonreírse y admirarle.

¡Qué desbordamiento de vida! ¡Qué alegría juvenil y espontánea! ¡Y cómo parecía divertirse! Hubiérase dicho que la sensación de peligro le producía una alegría física, y que la existencia no tenía para este hombre extraordinario otro fin que buscar el peligro para gozar superándolo.

Entre tanto, en ambas orillas del río se agrupaba la gente, y Ganimard y sus hombres seguían a la embarcación, que se balanceaba suavemente arrastrada por la corriente. La captura era inevitable, matemáticamente.

─Confíese, maestro ─dijo Lupin, volviéndose al inglés─, que no cedería usted su puesto por todo el oro del Transvaal. ¡Es que está usted en primera fila de butacas! Pero, primero y ante todo, el prólogo... Después, saltaremos de golpe al tercer acto: captura o evasión de Arsenio Lupin. Ahora bien, maestro: tengo que hacerle una pregunta, y le ruego, a fin de que no haya equívoco, que me responda sí o no. Renuncie a ocuparse de este caso. Aún es tiempo y puedo reparar el mal que ha hecho. Más adelante no podría. ¿De acuerdo?

─No.

El rostro de Lupin se contrajo. Era visible que esa obstinación le irritaba. Continuó:

─Insisto. Por usted más que por mí, insisto, seguro de que usted será el primero en lamentar su intervención. Por última vez, ¿sí o no?

─No.

Lupin se agachó, quitó una de las tablas del fondo y, durante algunos minutos, realizó un trabajo cuya naturaleza no podía determinar Holmes. Luego se irguió, se sentó al lado del inglés, y dijo:

─Creo, maestro, que ambos hemos venido a la orilla de este río idénticos motivos: pescar el objeto de que se desembarazó Bresson, ¿no es verdad? Por mi parte, había dado cita a algunos compañeros, y estaba a punto de efectuar una breve exploración en las profundidades del Sena, como lo indica mi somera indumentaria, cuando mis amigos me anunciaron que se acercaba usted. Le confieso que no me sorprendió, puesto que, de hora en hora, me atrevo a decirlo, iba siendo informado de los progresos de su investigación. ¡Es tan fácil! En cuanto ocurre cualquier cosa en la calle Murillo capaz de interesarme, un telefonazo me lo advierte. Comprenderá usted que, en tales circunstancias...

Se detuvo. La tabla que había quitado se levantaba ahora, y el agua empezó a filtrarse por sus ranuras.

─¡Diablos! Ignoro cómo he procedido, pero esto me hace pensar que hay una vía de agua en el fondo de este viejo bote. ¿No tiene miedo, maestro?

Holmes se encogió de hombros. Lupin continuó:

─Usted comprenderá, entonces, que en tales circunstancias, sabiendo por adelantado que usted reanudaría la lucha con tanta más violencia cuanto yo me esforzara por evitarla, me era más agradable entablar con usted una partida cuyo resultado era seguro, puesto que tengo todos los triunfos en la mano. Y he querido dar a nuestro encuentro la mayor publicidad posible a fin de que su derrota fuese universalmente conocida, y que a ninguna otra condesa de Crozon ni a ningún otro barón D'Imblevalle le diese la tentación de solicitar su concurso contra mí. No vea, pues, otra cosa en este asunto, mi querido maestro.

Se interrumpió de nuevo y, sirviéndose de sus manos, cerradas a medias, como anteojos, observó ambas orillas.

─¡Caramba! Han fletado una soberbia canoa, un verdadero navío de guerra, y vienen para acá a marcha forzada. Antes de cinco minutos se habrá producido el abordaje y estaré perdido. Señor Holmes, un consejo: usted se lanza sobre mí, me amarra y me entrega a la Justicia de mi país... ¿Le gusta este programa?... A menos que, de aquí a entonces, hayamos naufragado, en cuyo caso no nos quedaría otro recurso que preparar nuestro testamento. ¿Qué piensa usted de eso?

Sus miradas se cruzaron. Esta vez Holmes se explicó la maniobra de Lupin: había perforado el fondo del bote. Y el agua subía. Llegó a la suela de sus zapatos. Cubrió sus pies. No se movieron.

Alcanzó la altura de los talones. El inglés sacó su pecata, lió un cigarrillo y lo encendió.

Lupin prosiguió:

─No vea en eso, mi querido maestro, más que la humilde confesión de mi importancia ante usted. Es inclinarme ante usted, aceptar las únicas batallas en que la victoria me es propicia, a fin de evitar aquellas otras cuyo terreno no hubiese elegido. Es reconocer que Holmes es el único enemigo al que temo y proclamar mi inquietud mientras Holmes no se haya apartado de mi camino. Esto es, querido maestro, lo que tenía que decirle, puesto que el destino me concede el honor de una conversación con usted. Sólo lamento una cosa, y es que esta conversación tenga lugar mientras tomamos un baño de pies..., situación poco seria, lo confieso... Pero ¡qué digo un baño de pies!... ¡Un baño de asiento más bien!

Holmes, imperturbable, con el cigarrillo entre los labios, parecía absorto en la contemplación del cielo. Por nada del mundo, frente a ese hombre rodeado de peligro, cercado por la multitud, acorralado por una jauría de gendarmes y que, sin embargo, conservaba su buen humor, por nada del mundo hubiese consentido en mostrar la más ligera señal de agitación.

Pasó un minuto, iban a naufragar.

─Lo esencial ─formuló Lupin─, es saber si nos hundimos antes o después de la llegada de los campeones de la Justicia. Todo consiste en eso. Porque es evidente que nos hundamos. Maestro, es la hora solemne del testamento. Lego toda mi fortuna a Sherlock Holmes, ciudadano inglés... ¡Dios mío, qué rápido avanzan los campeones de la Justicia! ¡Ah, gente valiente! ¡Da gusto verla!... ¡Qué precisión en las remadas! ¡Vaya, si eres tú, Folefant!... ¡Bravo!... La idea del navío de guerra es excelente. Te recomendaré a tus superiores, sargento Folefant. ¿Es la medalla lo que deseas? Entiendo... Eso es cosa resuelta. Y tu compañero Dieuzy, ¿dónde está? En la orilla izquierda, ¿verdad? En medio de cien indígenas, ¿no?... De forma que si escapo del naufragio, me recogerán en la orilla Dieuzy y sus indígenas, y en la orilla derecha, Ganimard y la población de Neuilly. Terrible dilema...

Hubo un remolino. La embarcación giró sobre sí misma y Holmes tuvo que agarrarse a la anilla de los remos.

─Mestro, le suplico que se quite la ropa. Podría nadar con más facilidad. ¿No? ¿Se niega? Entonces, me pongo la mía.

Se puso la chaqueta, se lo abotonó herméticamante como el de Holmes y suspiró.

─¡Qué hombre tan rudo le obligo a ser! ¡Y qué lástima que se haya mezclado en este asunto!..., en el que usted demuestra su talento, sí: pero ¡tan inúltilmente!... De verdad, malgasta usted su magnífico genio...

Arsenio Lupin contra Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora