44. La lámpara judía 2[7]

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Aunque Holmes no había triunfado en sus aventuras contra Arsenio Lupin, aunque éste continuaba siendo el enemigo excepcional que, en definitiva, es necesario renunciar a detener, a pesar de que en el transcurso de los encuentros conservaba siempre la superioridad, el inglés, por su formidable tenacidad, había encontrado la lámpara judía como había encontrado el brillante azul. Quizá esta vez el resultado hubiera sido menos brillante, sobre todo desde el punto de vista del público, puesto que Holmes se vio obligado a callar las circunstancias en que fue descubierta la lámpara judía y a proclamar que ignoraba el nombre del culpable. Pero, de hombre a hombre, de Lupin a Holmes, de policía a ladrón, no había, con toda equidad, ni vencedor ni vencido. Cada uno de ellos podía reclamar iguales victorias.

Hablaron, pues, como corteses adversarios que han depuesto sus armas y que se estiman en su justo valor.

A una pregunta de Holmes, Lupin contó su evasión:

─Si es que a eso puede llamarse evasión ─dijo─. ¡Fue tan sencillo! Mis amigos vigilaban, puesto que estábamos citados para pescar la lámpara. Así pues, tras permanecer una buena media hora debajo del bote, aproveché un instante en que Folefant y sus hombres buscaban mi cadáver a lo largo de las orillas y volví a subir a la quilla. Mis amigos no tuvieron más que recogerme al paso de su lancha motora y huir ante los ojos asombrados de quinientos curiosos, de Ganimard y de Folefant.

─¡Muy bonito! ─exclamó Holmes─. ¡Fácil victoria!... ¿Y ahora tiene usted negocios en Inglaterra?

─Sí..., algunos arreglos de cuentas... Me olvidaba: ¿y el señor D'Imblevalle?

─Lo sabe todo.

─¡Ah, querido maestro! ¿Qué le dije? El mal es irreparable ahora. ¿No habría sido mejor dejarme actuar sin obstáculos? Solamente un día o dos más, y le habría quitado a Bresson la lámpara y los demás objetos, se los habría devuelto a los D'Imblevalle, y esas dos buenas personas hubiesen acabado su existencia pacíficamente la una junto a la otra. En lugar de eso...

─En lugar de eso ─se burló Holmes─, he puesto las cartas boca arriba y llevado la discordia al seno de una familia a la que usted protegía.

─¡Sí, que yo protegía! ¿Es indispensable robar siempre, engañar y hacer daño?

─Entonces, ¿también hace usted el bien?

─Cuando tengo tiempo. Además, eso me divierte. Encuentro extraordinariamente gracioso que, en la aventura que nos ocupa, sea yo el genio del bien, que socorre y salva, y usted el genio del mal, que lleva la desesperación y las lágrimas.

─¡Las lágrimas! ¡Las lágrimas! ─protestó el inglés.

─¡Claro que sí! El matrimonio D'Imblevalle está deshecho, y Alice Demun llora.

─Ella no podía quedarse allí... Ganimard habría terminado por desenmarcararla... Y, a través de ella, habría llegado hasta la señora D'Imblevalle.

─Estoy de acuerdo con usted, maestro. Pero ¿de quién es la culpa?

Dos hombres pasaron por delante de ellos. Holmes dijo a Lupin, con voz cuyo timbre aparecía algo alterado:

─¿Sabe usted quiénes son esos caballeros?

─He creído reconocer a uno de ellos al capitán del barco.

─¿Y el otro?

─Lo ignoro.

─Es el señor Austin Gilet. Y el señor Austin Gilet ocupa en Inglaterra un cargo que corresponde al del señor Dudouis, el jefe de la Sûreté francesa.

─¡Ah! ¡Qué suerte! ¿Sería usted tan amable de presentármelo? El señor Dudouis es uno de mis buenos amigos y me gustaría poder decir otro tanto del señor Austin Gilet.

Los dos caballeros volvieron.

─¿Y si yo le tomara la palabra, señor Lupin? ─preguntó Holmes, levantándose

Había agarrado el puño de Lupin y lo apretaba con mano de hierro.

─¿Por qué aprieta tan fuerte, maestro? Estoy dispuesto a seguirlo.

En efecto, se dejaba arrastrar sin la menor resistencia. Los dos caballeros se alejaban.

Holmes redobló el paso. Sus uñas penetraban en la carne de Lupin.

─Vamos..., vamos ─decía sordamente, con una especie de urgencia febril por terminar lo antes posible─. Vamos, más deprisa aún.

Pero se paró en seco: Alice Demun los seguía.

─¿Qué hace usted, señorita? ¡Es inútil!... ¡No venga!

Fue Lupin el que contestó:

─Le suplico que se dé cuenta, maestro, de que la señorita Demun no viene por su gusto. Yo le aprieto el puño con energía parecida a la que usted emplea conmigo.

─¿Por qué?

─¿Cómo? Porque quiero presentarla también. Su papel en el caso de la lámpara judía es aún más importante que el mío. Cómplice de Arsenio Lupin y cómplice de Bresson, ella deberá contar igualmente la aventura de la baronesa D'Imblevalle, la cual interesará prodigiosamente a la Justicia. Y usted tendrá la suerte de haber llavado su bienhechora intervención hasta el límite, generoso Holmes.

El inglés soltó el puño de su prisionero. Lupin liberó a la señorita.

Permanecieron algunos segundos inmóviles, unos frente a otros. Luego, Holmes fue de nuevo a su silla y se tendió. Lupin y la joven regresaron a sus respectivos asientos.

Un largo silencio les separó. Lupin dijo, al fin:

─Mire, maestro, hagamos lo que hagamos, no estaremos jamás en la misma orilla. Usted se halla a un lado de la fosa, y yo al otro. Podemos saludarnos, estrecharnos la mano, conversar un momento, pero la fosa siempre estará de por medio. Usted será siempre Sherlock Holmes, y yo, Arsenio Lupin, el ladrón. Y Sherlock Holmes obedecerá siempre, más o menos espontáneamente, con más o menos agrado, a su condición de detective, que es la de perseguir al ladrón y echarle el guante, si es posible. Y Arsenio Lupin, por su parte, simpre será consecuente con ese espíritu de ladrón al evitar la garra del detective y al divertirse a costa de él, si puede. ¡Y esta vez ha podido! ¡Ja, ja, ja!...

Soltó una carcajada, una carcajada cruel, detestable...

Luego, serio de pronto, se inclinó hacia la joven:

─Esté segura, señorita, de que aun vencido no la hubiera traicionado nunca. Arsenio Lupin no traiciona jamás, sobre todo a los que quiere y admira. Y usted me permitirá decirle que quiero y admiro lo valiente y encantadora criatura que es usted.

Sacó la cartera y de ella una tarjeta. La partió en dos, le dio a la muchacha la mitad y con voz emocionada y respetuosa, le dijo:

─Si el señor Holmes no logra sus propósitos, señorita, preséntese en casa de lady Strongborough (encontrará con gran facilidad su actual domicilio) y entréguele este trozo de tarjeta, añadiendo estas dos palabras: souvenir fidéle. Lady Strongborough la acogerá como a una hermana.

─Gracias ─dijo la joven─. Iré mañana a casa de esta señora.

─Y ahora, maestro ─exclamó Lupin con el tono satisfecho del hombre que ha cumplido con su deber─, le deseo muy buenas noches. Tenemos aún una hora de travesía. Voy a aprovecharla.

Se tendió cuan largo era en su silla extensible y cruzó las manos detrás de la nuca.

El cielo se había abierto ante la lucha. Alrededor de las estrellas y a las del agua se extendía su radiante claridad. Flotaba en el mar, y la inmensidad, donde se disolvían las últimas nubes, parecía pertenecerle.

La línea de la costa se destacaba en el oscuro horizonte. Los pasajeros subían. La cubierta se llenó de gente. El señor Austin Gilet pasó acompañado de dos individuos, que Holmes reconoció como agentes de la Policía inglesa. En su silla, Lupin dormía...

Fin...

Arsenio Lupin contra Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora