27. La segunda detención de Arsenio Lupin[1]

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Desde las ocho de la mañana, doce camiones de mudanza colmaban la calle Crevaux, entre la avenida del Bois de Boulogne y la avenida Bugeaud. El señor Félix Davey abandonaba el apartamento que ocupaba en el cuarto piso del número ocho. Y el señor Dubreuil, perito, que había formado un solo apartamento del quinto piso de la misma casa y el quinto piso de las dos casas contiguas, expedía el mismo día (pura coincidencia, puesto que ambos señores no se conocían) las colecciones de muebles por las cuales tantos corresponsales extranjeros lo visitaban todo los días.

Detalle que se observó en el barrio, pero del cual no se habló hasta más tarde: ninguno de los doce camiones llevaba el nombre y la dirección del que se mudaba y ninguno de los hombres que los acompañaban se entretuvo en los detalles indicados. Trabajaron tan bien que a las once todo había terminado. No quedaban más que los papeles y los trapos que se dejan tras de sí en los rincones de las habitaciones vacías.

El señor Félix Davey, joven elegante, vestido según la moda más refinada, llevaba en la mano un bastón de entrenamiento cuyo peso indicaba en su poseedor un bíceps poco corrientes. El señor Félix Davey fue tranquilamente y se sentó en el banco de la avenida transversal que corta la avenida del Bois, frente a la calle Pergolése. Junto a él, una mujer, vestida a la moda de la clase media, leía un periódico, mientras que un niño jugaba a hacer un agujero con su plan en un montón de arena. Al cabo de un instante, Félix Davey preguntó a la mujer, sin volver la cabeza:

─¿Ganimard?

─Salió esta mañana a las nueve.

─¿Y fue?

─A la prefectura de policía.

─¿Solo?

─Solo.

─¿Algún telegrama durante la noche?

─Ninguno.

─¿Siguen teniendo confianza en usted, en la casa?

─Sí. Ayudo a la señora Ganimard y ella me cuenta todo lo que hace su marido... hemos pasado la mañana juntas.

El joven se levantó y se dirigió al Pabellón Chino, cerca de la Porte Dauphine, donde tomó una comida frugal: dos huevos, ensalada y fruta. Luego regresó a la calle Crevaux, y dijo a la portera:

─Voy a echar una última ojeada arriba, y enseguida le doy las llaves.

Terminó su inspección en la habitación que le servía de despacho. Allí agarró el extremo de un tubo de gas, cuyo codo estaba articulado, y que corría a lo largo de la chimenea, levantó el tapón de cobre que lo cerraba, adaptó a él un aparato en forma de corneta y sopló.

Un ligero silbido le respondió. Llevándose el tubo a la boca, murmuró:

─¿Alguien, Dubreuil?

─Nadie.

─¿Puedo subir?

─Sí.

Puso el tubo en su sitio, mientras se decía:

«¿Hasta dónde llega el progreso? Nuestro siglo descubre pequeños inventos que hacen de verdad la vida encantadora y pintoresca. ¡Y tan divertida!... ¡Sobre todo, cuando se sabe jugar a la vida como yo!».

Hizo girar una de las molduras de mármol de la chimenea. Toda la piedra de mármol se movió y el espejo que estaba sobre ella se deslizó por invisibles ranuras, descubriendo una abertura en donde empezaban los peldaños de una escalera construida en el mismo cuerpo de la chimenea, todo muy limpio, de hierro cuidadosamente bruñido y con losetas de porcelana blanca.

Subió. En el quinto piso el mismo orificio encima de la chimenea. Lo esperaba el señor Dubreuil.

─¿Terminaron en su casa?

─Sí.

─¿Todo se ha descargado?

─Por completo.

─¿El personal?

─No quedan más que los tres hombres de guardia.

─Vámonos.

Uno tras otro subieron por el mismo camino hasta el piso de los criados y desembocaron en una buhardilla donde se encontraban tres individuos, uno de los cuales miraba por la ventana.

─¿Nada nuevo?

─Nada, jefe.

─¿La calle está en calma?

─¡Absolutamente!

─Esperemos aún diez minutos y partiré definitivamente... ustedes partirán también. De aquí a entonces, avísenme del menor movimiento sospechoso en la calle.

─Tengo continuamente puesto el dedo en el timbre de alarma, jefe.

─Dubreuil, ¿advirtió a los de la mudanza que no tocaran los hilos de este timbre?

─Claro que sí. Funciona a las mil maravillas.

─Entonces estoy tranquilo.

Los dos señores descendieron hasta el apartamento de Félix Davey. Y éste, después de haber ajustado de nuevo la moldura de mármol, exclamó, alegre:

─Dubreuil, me gustaría ver la cara de los que descubrieran todos estos admirables trucos: timbres de alarma, red de hilos eléctrico y de tubos acústicos, pasadizos secretos, tablas de suelo que giran, escaleras ocultas... ¡Una verdadera maquinación fantástica!

─¡Qué propaganda para Arsenio Lupin!

─Una propaganda que no tendrá lugar. Es una lástima abandonar semejante instalación. Volver a empezarlo todo otra vez, Dubreuil..., y, evidentemente, de otra manera, porque no conviene repetirse nunca. ¡Maldito sea Holmes!

─Continúa sin regresar ese Holmes.

─¿Cómo va a regresar? De Southampton sólo zarpa un paquebote a medianoche. De El Havre un solo tren, el de las ocho de la mañana, que llega a las once y once. Desde el momento que no pudo coger el paquebote de medianoche (y no lo cogió, porque las órdenes dadas al capitán eran terminantes), no podrá estar en Francia hasta esta noche, vía Newhaven y Dieppe.

─¡Suponiendo que regrese!

─Holmes no abandona jamás la partida. Volverá, pero demasiado tarde. Nosotros estaremos lejos.

─¿Y la señorita Destange?

─Debo reunirme con ella dentro de una hora.

─¿En su casa?

─¡Oh, no! Ella no volverá a su casa hasta dentro de algunos días, cuando pase la tormenta... y cuando ya no tenga yo que preocuparme por ella. Pero, Dubreuil, es preciso darnos prisa. El embarque de nuestro equipaje llevará mucho tiempo y su presencia es necesaria en el muelle.

─¿Está seguro de que no estamos vigilados?

─¿Por quién? No le temo más que a Holmes.

Dubreuil se retiró. Félix Davey dio una última vuelta a la casa, recogió algunas cartas rotas, y luego, al ver un trozo de tiza, lo cogió, dibujó en el papel oscuro del comedor un gran cuadro e inscribió en él, como si fuera una placa conmemorativa:

Aquí vivió, durante cinco años, al principio del siglo XX, Arsenio Lupin, Caballero Ladrón.

Aquella broma pareció causarle viva satisfación. La contempló, silbando un estribillo alegre, y exclamó:

─Ahora que estoy en regla con los historiadores de las generaciones futuras, marchémonos. Dése prisa, maestro Sherlock Holmes. Antes de tres minutos habré abandonado mi guarida, y su derrota será total... ¡Dos minutos aún! Me hace usted esperar, maestro... ¡Un minuto! ¿No viene usted? Pues bien: proclamo su derrota y mi apoteosis. Dicho lo cual me largo. Adiós, reino de Arsenio Lupin. ¡No te volveré a ver más! Adiós a las cincuenta y cinco habitaciones de los seis pisos sobre los cuales reinaba. Adiós, mi despacho, mi austero despacho...

Un timbrazo cortó en seco su acceso de lirismo, un timbrazo agudo, rápido y estridente, que se interrumpió dos veces, sonó otras dos y cesó. Era el timbre de alarma.
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Nota: La primera detención de Lupin fue realizada por Ganimard en «La detención de Arsenio Lupin», en el volumen titulado: Arsenio Lupin, caballero ladrón.

Arsenio Lupin contra Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora