8. El brillante azul[2]

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Ganimard no es uno de esos policías de gran envergadura, cuyos procedimientos hacen escuela y cuyo nombre permanecerá en los anales judiciales. Le faltan esos destellos de genio que iluminan a Lupin, Levoq y Sherlock Holmes. Pero posee excelentes cualidades medias de observación, sagacidad, perseverancia y hasta de intuición. Su mérito es trabajar con la más absoluta de las independencias. Nada, excepto, quizá, la especie de fascinación que Arsenio Lupin ejerce sobre él, le turba ni le influye.

Sea cual fuese su papel, en aquella mañana no le faltó brillantez, y su colaboración fue de las que un juez puede apreciar.

─Antes que nada ─comenzó─, pediré al señor Charles que me precise bien este punto: ¿todos los objetos que vio la primera vez caídos o fuera de lugar estaban, cuando volvió por segunda vez, exactamente en sus respectivos sitios?

─Exactamente.

─Es, pues, evidente, que sólo pudieron volver a su sitio de la mano de una persona a la que le era familiar el lugar de cada uno de ellos.

La observación causó impresión en los presentes. Ganimard continuó:

─Otra pregunta, señor Charles... A usted le despertó un timbrazo... Según usted, ¿quién le llamaba?

─El señor barón.

─Bien. Pero ¿en qué momento habría llamdo?

─Después de la lucha..., en el momento de morir.

─Imposible, puesto que usted lo encontró yacente, inanimado en un lugar que distaba más de cuatro metros del botón del timbre.

─Entonces llamó durante la lucha.

─Imposible, porque el timbre, según usted, sonó regularmente. ¿Cree usted que el agresor le habría dejado tocar así?

─Entonces fue antes, en el momento de ser atacado.

─Imposible. Usted nos ha dicho también que entre la llamada y el momento en que se presentó en este dormitorio transcurrieron apenas tres minutos. Por tanto, si el barón tocó antes, habría sido preciso que la lucha, el asesino, la agonía y la huida se hubieran desarrollado en ese corto espacio de tiempo. Vuelvo a repetirle: imposible.

─Sin embargo ─dijo el juez─, alguien llamó. Si no fue el barón, ¿quién fue?

─El asesino.

─¿Con que fin?

─Lo ignoro. Pero, al menos, el hecho de que tocara el timbre nos prueba que sabía que comunicaba con la habitación del criado. Ahora bien: ¿quién podía conocer este detalle sino una persona de la casa?

El círculo de suposiciones se restringía. Con algunas frases rápidas, claras, lógicas, Ganimard colocó la cuestión en su verdadero terreno, y el pensamiento del viejo inspector, al aparecer claramente, hizo que el juez de instrucción concluyera:

─Resumiendo: en dos palabras, usted sospecha de Antoinette Bréhat.

─No sospecho de ella, la acuso.

─¿La acusa de ser cómplice?

─La acuso de haber matado al general barón de Hautrec.

─¡Vamos, vamos!... ¿Y qué prueba?...

─Este mechón de pelos que he descubierto en la mano derecha de la víctima, en su misma carne, donde la punta de sus uñas los había clavado.

Enseñó los cabellos. Eran de un rubio deslumbrante, luminosos, como hebras de oro, y Charles murmuró:

Arsenio Lupin contra Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora