11. El brillante azul[5]

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Casi inmediatamente una mujer se detenía en el umbral, alta, delgada, con el rostro muy pálido y los cabellos de un rubio violento.

Tal emoción sofocó a Ganimard, que permaneció mudo, incapaz de articular palabra. ¡Ella se hallaba allí, frente a él, a su disposición! ¡Qué victoria sobre Arsenio Lupin, y qué revancha! Y, al mismo tiempo, esta victoria le parecía obtenida con tanta facilidad que se preguntaba si la Dama Rubia no iría a deslizarse entre sus dedos, gracias a alguno de esos milagros en los que Arsenio Lupin era mestro.

No obstante, ella esperaba, sorprendida por aquel silencio, y miraba a su alrededor sin disimular su inquietud.

«¡Se va a ir! ¡Va a desaparecer!», pensó Ganimard, espantado.

Bruscamente, se interpuso entre la puerta y ella. La mujer se volvió e intentó salir.

─No, no ─dijo Ganimard─. ¿Por qué quiere marcharse?

─Pero, señor, no comprendo su comportamiento. Déjeme...

─No hay ninguna razón para que se vaya, señora, y muchas, por el contrario, para que se quede.

─Sin embargo...

─Es inútil. No saldrá.

Palidísima, se dejó caer en una silla y balbució:

─¿Qué quiere usted?

Ganimard había vencido. Tenía en su poder a la Dama Rubia. Dueño de sí, articuló:

─Represento a este amigo, del cual ya le he hablado, y que desea comprar joyas..., sobre todo, brillante. ¿Se ha procurado usted el que me había prometido?

─No, no... No sé... No recuerdo...

─Pues sí... Recuerde... Una persona de su confianza debía entregarle un brillante teñido... «algo como el brillante azul», dijo, riendo, y usted me respondió: «precisamente tengo algo que le gustará». ¿Se acuerda?

La mujer callada. Un pequeño bolso que llevaba en la mano cayó al suelo. Lo recogió rápidamente y lo apretó contra sí. Sus dedos temblaban un poco.

─Vamos ─dijo Ganimard─, veo que no tiene confianza en mí, señora de Real. Voy a darle un buen ejemplo, enseñandole lo que poseo.

Sacó de la cartera un papel, que desplegó y le tendió un mechón de cabellos.

─He aquí, ante todo, algunos cabellos de Antoinette Bréhat, arrancados por el barón y recogidos de la mano del muerto. He visitado a la señorita Gerbois y reconoció, sin lugar a dudas, el color de los cabellos de la Dama Rubia..., el mismo color que los de usted... exactamente el mismo color.

La señora Real lo observaba con aire estúpido y como si de verdad no entendiese el sentido de sus palabras. Ganimard continuó:

─Y ahora, he aquí dos fracos de esencia, sin etiqueta, es cierto, y vacíos, pero impregnados aún lo suficiente de su olor para que la señorita Gerbois haya podido reconocerlo, esta misma mañana, el perfume de esa Dama Rubia que fue su compañera de viaje durante dos semanas. Ahora bien: uno de los frascos procede de la habitación que la señora de Real ocupaba en el castillo de Crozon, y el otro de la habitación que ocupaba usted en el hotel Beaurivage.

─¿Qué dice usted?... ¡La Dama Rubia!... ¡El castillo de Crozon!...

Sin responder, el inspector alineó sobre la mesa cuatro hojas de papel.

─Por último, he aquí, en estas cuatro hojas de papel, un modelo de la escritura de Antoinette Bréhat, otro de la dama que escribió al barón Herschmann cuando la subasta del brillante azul, otro de la señora de Real cuando se alojaba en Crozon, y el cuarto..., de usted misma, señora... Se trata de su nombre y dirección, dados por usted al portero del hotel Beaurivage, de Trouville. Compare las cuatro escrituras. Son idénticas.

Arsenio Lupin contra Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora