15. Sherlock Holmes abre las hostilidades[4]

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El tren aminoraba la marcha. Se metió el brillante falso en el bolsillo y abrió la portezuela. El conde le gritó:

─¡Va a bajarse por el lado contrario!

─Sí, de esa forma, si Lupin ha mandado vigilarme, perderán mi rastro. Adiós.

Un empleado protestó en vano. El inglés se dirigió al despacho del jefe de estación. Cincuenta minutos más tarde saltaba a otro tren que lo devolvió a París un poco antes de la medianoche.

Atravesó corriendo la estación, se metió por la cantina, salió por otra puerta y se precipitó dentro de un coche de alquiler.

─Cochero, a la calle Clapeyron.

Después de asegurarse de que no le seguían, hizo parar el coche al principio de la calle y se dedicó a un examen minuicioso de la casa del abogado Detinan y de las dos casas vecinas. Con la ayuda de pasos iguales, midió algunas distancias, y apuntó notas y cifras en su agenda.

─Cochero, a la avenida Henri-Martin.

En la esquina de la avenida con la calle de la Pompe paró el coche, siguió la acera hasta el número 134 e hizo las mismas operaciones delante del chalé del barón de Hautrec y de los dos inmuebles vecinos que lo encuadraban, midiendo la longitud de las respectivas fachadas y calculando la profundidad de los jardincitos que se hallan delante de estas fachadas.

La avenida estaba desierta y muy oscura bajo sus cuatro hileras de árboles, entre los cuales, de cuando en cuando, un farol de gas parecía luchar inútilmente contra el espesor de las tinieblas. Uno de ellos propagaba una pálida luz sobre una parte del chalé, y Holmes vio el letrero «Se alquila» suspendido de la verja, las dos avenidas sin cuidar que rodeaban el pequeño césped y las amplias ventanas vacías de la casa deshabitada.

«Es verdad» se dijo. «Desde la muerte del barón está sin alquilar... ¡Ah, si pudiese entrar y hacerle una visita!»

Era suficiente que tal idea germinara para que quisiera ponerla en ejecución. Pero ¿cómo? La altura de la verja hacía imposible toda tentativa de escalarla. Sacó del bolsillo una linterna eléctrica y una de las hojas de la verja estaba entreabierta. Se deslizó, pues, dentro del jardín, teniendo cuidado de no cerrarla. Pero no había dado tres pasos cuando se detuvo. Por una de las ventanas del segundo piso había pasado una luz.

Y la luz pasó por una segunda ventana y por una tercera sin que pudiese ver otra cosa que una silueta que se perfilaba sobre las paredes de las habitaciones. Del segundo, la luz bajó al primero y durante un buen rato erró de habitación en habitación.

«¿Quién diablos puede pasearse a la una de la madrugada por la casa donde fue asesinado el barón de Hautrec?» se preguntó Sherlock Holmes, prodigiosamente interesado.

No existía más que un medio de averiarlo: introducirse él mismo en ella. No vaciló. Pero en el momento en que atravesaba, para ganar la escalinata, el rayo de luz que lanzaba el farol de gas, el individuo debió de verlo, porque la luz se apagó de repente y Holmes no la volvió a ver.

Suavemente se apoyó en la puerta que daba a la escalinata. También estaba abierta. Al no oír ningún ruido, se arriesgo en la oscuridad, encontró la bola de la barandilla de la escalera y subió un piso. Y siempre el mismo silencio, las mismas tinieblas...

Cuando llegó al descansillo, penetró en una habitación y se acercó a la ventana que daba un poco de claridad a la negrura de la noche. Entonces avisó fuera al individuo, el cual, bajando sin duda por otra escalera y saliendo por otra puerta, se escurría por la izquierda, a lo largo de los arbustos que bordeaban la tapia de separación entre los dos jardines.

─¡Caramba! ─exclamó Holmes─. Se me va a escapar.

Abandonó el inmueble y salvó la escalinata a fin de cortarle la retirada. Pero ya no vio a nadie, y precisó algunos segundos para distinguir, entre el macizo de arbustos, una masa más negra que no permanecía inmóvil.

El inglés reflexionó. ¿Por qué el individuo no había tratado de huir cuando habría podido hacerlo fácilmente? ¿Permanecía allí para vigilar a su vez al intruso que lo había interrumpido en su misteriosa tarea?

«En todo caso, no se trata de Arsenio Lupin. Lupin sería astuto. Es alguno de su banda.» pensó.

Transcurrieron largos minutos. Sherlock no se movía, con la vista fija en el adversario que lo espiaba. Pero como este adversario tampoco se movió más y el inglés no era hombre que se consumiera de impaciencia en la inacción, comprobó si su pistola funcionaba, sacó el puñal de la vaina y marchó directo hacia el enemigo, con aquella fría audacia y aquel desprecio del peligro que le hacían tan temible.

Un ruido seco. El individuo preparaba su revólver. Sherlock se arrojó bruscamente sobre el macizo de arbusto. El otro no tuvo tiempo de volverse. El inglés ya estaba encima de él. Hubo una lucha violenta, desesperada, en el transcurso de la cual Sherlock adivinaba el esfuerzo del hombre para sacar su cuchillo. Pero Holmes, al que exacerbaba la idea de su próxima victoria y el deseo loco de apoderarse, desde el primer momento, de aquel cómplice de Arsenio Lupin, sentía en él fuerzas irresistibles. Tumbó a su adversario, dejó caer sobre él todo su peso e, inmovilizándolo con los dedos clavados en la garganta del desgraciado como dientes de una sierra, con su mano libre buscó la linterna eléctrica, presionó el botón y proyectó el rayo de luz sobre el rostro de su prisionero.

─¡Watson! ─bramó, aterrorizado.

─¡Sherlock Holmes! ─balbució una voz estrangulada, cavernosa.

Permanecieron largo rato el uno junto al otro sin cambiar una palabra, los dos atontados, con el cerebro vacío. El claxon de un automóvil atronó el aire. Un poco de viento agitó las hojas de los árboles. Y Holmes no se movía, con los cinco dedos clavados aún en el cuello de Watson, que exhalaba una respiración cada vez más débil.

De repente, Sherlock, invadido por la cólera, soltó a su amigo, pero para agarrarlo por los hombros y sacudirlo con frenesí.

─¿Qué hace usted aquí? Responda... ¿Qué? ¿Acaso le dije que se escondiera en los macizos de arbustos y me espiara?

─¿Espiarlo? ─emitió Watson─. Pero si yo no sabía que era usted...

─Entonces, ¿qué? ¿Qué hacía usted aquí? Debía de estar acostado.

─Me he acostado.

─¡Tenía que dormir!

─He dormido.

─¡No tenía que despertarse!

─Su carta...

─¿Mi carta?

─Sí, la que un emisario me trajo de su parte al hotel.

─¿De mi parte? ¿Está usted loco?

─Se lo juro.

─¿Dónde está esa carta?

Su amigo le tendió una hoja de papel. A la luz de la linterna, leyó con estupor:

Watson, fuera de la cama y diríjase a la avenida Henri-Martin. La casa está vacía. Entre, inspeccione... Haga un plano lo bastante exacto y vuelva a acostarse.

Sherlock Holmes

Arsenio Lupin contra Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora