7. El brillante azul[1]

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La noche de 27 de marzo, en el pequeño chalé de la avenida Henri-Martin, número 24, que su hermano le había legado seis meses antes, el anciano general barón de Hautrec, embajador de Berlín durante el Segundo Imperio, dormía en un cómodo sillón, mientras su dama de compañia le leía y Sor Auguste le calentaba la cama y preparaba la mariposa de aceite.

─Señorita Antoinette, mi tarea ha terminado. Me voy.

─Muy bien, Sor Auguste.

─Sobre todo, no olvide que la cocinera ha salido y que está usted sola en la casa con el criado.

─No tema por el señor barón. Duermo en la habitación de al lado, como ya sabe, y dejo la puerta abierta.

La religiosa se marchó. Al cabo de unos instantes fue Charles, el criado, quien vino a recibir órdenes. El barón se había despertado. Él mismo respondió:

─Las mismas órdenes de siempre, Charles: compruebe si el timbre eléctrico funciona bien en su habitación y, a la primera llamada, baje y corra a casa del médico.

─Mi general se preocupa demasiado.

─No estoy bien..., no estoy bien. Vamos, señorita Antoinette, ¿en dónde habíamos interrumpido la lectura?

─¿El señor barón no va, entonces, a acostarse?

─No, no. Me acuesto tarde. Y, además, no necesito a nadie.

Veinte minutos después, el anciano dormía de nuevo y Antoinette se alejaba de puntillas.

En aquel momento, Charles cerraba cuidadosamente, como de costumbre, todos los postigos del piso bajo.

En la cocina echó el cerrojo de la puerta que daba al jardín, y en el vestíbulo, además, puso en la puerta la cadena de seguridad. Luego subió a su buhardilla, en el tercer piso, se acostó y se durmió.

Tal vez había transcurrido una hora cuando, de repente, se arrojó de lecho de un salto: el timbre repiqueteaba. Sonó largo rato, siete u ocho segundos quizá, y de forma grave, ininterrumpida.

─¡Bueno! ─Se dijo Charles, recobrando el ánimo─. Una nueva extravagancia del barón.

Se puso el traje, bajó rápidamente la escalera, se detuvo ante la puerta y, por costumbre, llamó. Ninguna respuesta. Entró.

─¡Vaya! ─Murmuró─. No hay luz... ¿Por qué diablos habrán apagado? ─Y, en voz baja, llamó─ ¡señorita! ─Ninguna respuesta─. ¿Está usted ahí, señorita?... ¿qué pasa? ¿está enfermo el barón?

El mismo silencio a su alrededor, un silencio pesado, que terminó por impresionarle. Dio dos pasos hacia adelante: su pie tropezó con una silla y, al tocarla, se dio cuenta de que estaba tumbada. E, inmediatamente, su mano encontró en el suelo otros objetos: un velador, un biombo... Iquieto, volvió hacia la pared y, tanteando, buscó el conmutador de la luz. Lo encontró y presionó.

En el centro de la habitación, entre la mesa y el armario de lufla, yacía el cuerpo de su amo, el barón de Hautrec.

─¿Cómo?... ¡No es posible!... ─Tartamudeó.

No sabía qué hacer, y sin moverse, con los ojos fuera de las órbitas, contemplaba el revoltijo de cosas: las sillas caídas, un gran candelabro de cristal roto en mil pedazos, el reloj tumbado sobre el mármol de la chimenea, todos los rastros que revelan una lucha salvaje y sin cuartel. El mango de un estilete de acero brillaba no lejos del cadáver. De la hoja goteaba sangre. De la esquina de la mesa colgaba un pañuelo salpicado de manchas rojas.

Charles aulló de terror: el cuerpo se había estirado en un supremo esfuerzo y luego se había encogido sobre sí mismo... Dos o tres sacudidas, y eso fue todo.

Arsenio Lupin contra Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora