Brillante magnífico, enorme, de una pureza incomparable, y de ese azul indefinido que el agua clara toma del cielo que refleja, de ese azul que se adivina en la blancura de la ropa blanca. Admiraban, se extasiaban... y observaba con terror el dormitorio de la víctima, el lugar donde había yacido el cadáver, el parqué desprovisto de la alfombra ensangretada y, sobre todo, las paredes, aquellas paredes infranqueables a través de las cuales había pasado la asesina. Se aseguraba de que el mármol de la chimenea no se movía, de que tal o cual moldura del espejo no ocultaba ningún resorte destinado a hacerla girar. Se imaginaban agujeros abiertos, orificios de túneles, comunicaciones con las alcantarillas, con las catacumbas...La venta del brillante azul tuvo lugar en el chalé Drouot. El gentío se agolpaba allí y la fiebre de las pujas llegaba hasta la locura.
Sin embargo, a los doscientos mil francos los pujadores se desanimaron. A los doscientos cincuenta mil no quedaban más que dos: Herschmann, el célebre financiero, rey de las minas de oro, y la condesa de Crozon, la riquísima americana cuya colección de brillantes y piedras preciosas era célebre.
─Doscientos sesenta mil..., doscientos setenta mil..., setenta y cinco..., ochenta ─profería el subastador, interrogando sucesivamente con la mirada a los dos competidores─.
Doscientos ochenta mil..., para la señora... ¿Nadie da más?─Trescientos mil ─murmuró Herschmann.
Un silencio. Observaban a la condesa de Crozon. De pie, sonriente, pero con una palidez que denunciaba su malestar, se apoyaba en el respaldo de la silla colocada ante ella. En realidad sabía, y todos los presentes lo sabían también, que el resultado del duelo no era dudoso: lógicamente, fatalmente, debía terminar con la victoria del financiero cuyos caprichos se hallaban servido por una fortuna de más de quinientos millones. No obstante, dijo:
─Trescientos cinco mil.
Otro silencio. Las miradas se volvieron hacia el rey de las minas de oro, a la espera de la inevitable subida. Era evidente que se produciría, fuerte, brutal, definitiva.
Pero no se produjo. Herschmann permaneció impasible, con los ojos fijos en una cuartilla de papel que sostenía con su mano derecha, mientras que en la otra conservaba los trozos de un sobre desgarrado.
Herschmann no abrió la boca. Un último silencio. El martillo cayó.
─Cuatrocientos mil ─clamó Herschmann, sobresaltándose, como si el ruido del martillo le arrancase de su estupor.
Demasiado tarde. La adjudicación era irrevocable.
La gente se arremolinó a su alrededor. ¿Qué le había pasado? ¿Por qué no había hablado más pronto?
Se echó a reír.
─¿Qué me ha pasado? Palabra que no lo sé. He tenido un momento de distracción.
─¿Es posible?
─Pues sí: una carta que me entregaron.
─¿Y esa carta ha sido suficiente...?
─Para turbarme durante un instante, sí.
Allí estaba Ganimard. Había asistido a la subasta del anillo. Se acercó a uno de los ordenanzas.
─¿Fue usted, acaso, quien entregó una carta al señor Herschmann?
─Sí.
─¿De parte de quién?
─De parte de una dama.
─¿Dónde está?
─¿Dónde está?... Mire, señor, allí... Es esa dama que lleva un espeso velo.
─¿Y que se marcha ahora?
─Sí.
Ganimard se precipitó hacia la salida y vio que la dama bajaba la escalera y corrió. Un grupo de personas le impidió el paso cerca de la puerta de entrada. Cuando logró salir, no la encontró.
Volvió a la sala, abordó a Herschmann, se dio a conocer y le interrogó sobre la carta. Herschmann se la dio. Contenía, escritas a lápiz, precipitadamente, y con letra que no conocía el financiero, las siguientes palabras:
El brillante azul trae la desgracia. Recuerde al barón de Hautrec.
Las tribulaciones del brillante azul no habían terminado. Conocido por el asesinato del barón de Hautrec y por los incidentes del chalé Drouot, debía, seis meses más tarde, alcanzar el máximo de celebridad. En efecto, al verano siguiente robaban a la condesa de Crozon la preciada joya que tanto trabajo le costara conquistar.
Resumanos este curioso caso cuyas emocionantes y dramáticas peripecias tanto nos apasionaron a todos y sobre las cuales me han permitido, al fin, arrojar alguna luz.
La noche del 10 de agosto los invitados de los señores de Crozon se hallaban reunidos en el salón del magnífico castillo que domina la bahía de Somme. Se tocó música. La condesa se puso al piano y colocó sobre un mueblecito, junto al instrumento, sus alhajas, entre las cuales se encontraba el anillo del barón de Hautrec.
Al cabo de una hora el conde se retiró, así como sus dos primos, los de Ancelle, y la señora de Real, una íntima amiga de la condesa de Crozon. Ésta se quedó sola con el señor Bleichen, cónsul austríaco y su señora.
Charlaron. Luego, el señor Bleichen apagaba las dos lámparas del piano. Hubo un momento de oscuridad, un poco de confusión, luego, el cónsul encendió una vela y los tres se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Pero apenas llegó a la suya, la condesa se acordó de sus alhajas y mandó a su doncella a recogerlas. La mujer regresó y las colocó sobre la chimenea, sin que su señora las examinase.
Al dia siguiente, madame de Crozon comprobaba que faltaba una sortija: la del brillante azul.
Advirtió a su marido. La conclusión fue inmediata: estando la doncella al margen de toda sospecha, el culpable no podía ser otro que el señor Bleichen.
El conde previno al comisario de Amiens, el cual abrió una investigación y, discretamente, organizó la más activa vigilancia para que el cónsul no pudiese vender ni expedir el anillo.
Los policías rodearon día y noche el castillo.
Molestos por todo este ruido, impotentes para conseguir la prueba evidente de culpabilidad que habría justificado su acusación, los señores de Crozon solicitaron que se les enviara desde París un agente de la Sûreté capaz de desenredar los hilos de la madeja. Mandaron a Ganimard.
Durante cuatro días, el viejo inspector registró, investigó, se paseó por el parque, sostuvo largas conferencias con la criada, con el chofér, con los jardineros, con los empleados de la oficina de correos vecina, visitó las habitaciones que ocupaban el matrimonio Bleichen, los primos de Ancelle y la señora de Real. Y una mañana desapareció sin despedirse de sus anfitriones.
Pero una semana más tarde, recibían este telegrama:
Les ruego que acudan mañana viernes, a las cinco de la tarde, al Té Japonés, calle Boissy d'Anglas.
Ganimard
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Arsenio Lupin contra Sherlock Holmes
Historical FictionVolumen (2). Maurice Leblanc estaba convencido de que la propiedad era un robo, de modo que se le ocurrió crear uno de los personajes más populares que ha dado la literatura de misterio: Arsenio Lupin, caballero ladrón, que durante décadas desvalijó...