Sherlock Holmes no dijo palabra. ¿Protestar? ¿Acusar a aquellos dos hombres? ¡Era inútil! A menos que tuviera pruebas, que no tenía ni quería perder el tiempo en buscar, nadie le creería.Crispado, con los puños apretados, sólo pensaba en no traicionar, delante de Ganimard triunfante, su rabia y su decepción. Saludó respetuosamente a los hermanos Leroux, sostenes de la sociedad, y se retiró.
En el vestíbulo cambió la dirección, dirigiéndose a una puerta baja que indicaba la entrada del sótano, y recogió una piedrecita de color rojo: un granate.
Ya en la calle, se volvió y leyó, junto al número 40 de la casa, esta inscripción: Lucien Destange, aquitecto, 1877.
Idéntica inscripción en el 42.
«Siempre la doble salida. El cuarenta y el cuarenta y dos se comunica. ¿Cómo no he caído en ello? Debí quedarme con los dos policías esta noche.»
Dijo a los dos policías:
─Dos personas salieron por esa puerta durante mi ausencia, ¿no es cierto? ─y señalo la puerta de la casa vecina.
─Sí, un señor y una señora.
Cogió el brazo del inspector y, llevándolo aparte, le dijo:
─Señor Ganimard, se ha reído usted mucho para vengarse del pequeño perjuicio que le he causado...
─¡Oh, yo no quise vengarme de usted!...
─¿No? Sin embargo, las burlas están bien en ciertos momentos y opino que ya debe acabar con ellas.
─Estoy de acuerdo con usted.
─Nos encontramos en el séptimo día. Es indispensable que dentro de tres esté en Londres.
─¡Oh, oh!...
─Estaré, señor, le suplico que esté preparado la noche del martes al miércoles.
─¿Para una expedición semejante a ésta? ─preguntó Ganimard, burlón.
─Sí, señor, semejante.
─Con la captura de Lupin.
─¿Lo cree usted?
─Se lo juro por mi honor, señor.
Holmes se despidió de Ganimard y se fue a descansar un poco al hotel más cercano, después de lo cual, recuperado y lleno de confianza en sí mismo, volvió a la calle Chalgrin, deslizó dos luises en la mano de la portera, se aseguró de que los hermanos Loroux no estaban en la casa, se enteró de que el inmueble pertenecía a un tal Harmingeat y, provisto de una vela, bajó al sótano por la puertecita junto a la cual había encontrado el granate.
En los bajos de la escalera encontró otra de forma idéntica.
«No me equivocaba. Es por aquí por donde se comunica... veamos si mi ganzúa abre el sótano reservado al inquilino del piso bajo... Sí..., perfecto... Examinemos estos toneles de vino... ¡Oh, oh! Aquí hay sitios en donde ha desaparecido el polvo... y en el suelo se ven huellas de pasos...»
Un ligero ruido le hizo prestar oídos. Rápidamente empujó la puerta, sopló la vela y se ocultó tras una pila de cajas vacías. Transcurridos algunos segundos, observó que uno de los toneles giraba suavemente, llevándose con él todo el trozo de pared sobre el que estaba adosado. Apreció un rayo de luz de una linterna y después un brazo. Un hombre entró.
Iba agachado, como si buscara algo. Con la punta de los dedos rebuscó entre el polvo, y varias veces se alzó para echar algo en una caja de cartón que llevaba en la mano izquierda. Luego borró la huella de sus pisadas, así como las dejadas por Arsenio Lupin y la Dama Rubia, y se acercó al tonel.
Lanzó un grito ronco y se desplomó. Holmes había saltado sobre él. Fue cuestión de un minuto y, de la forma más sencilla del mundo, el hombre se encontró tendido en el suelo, con los pies y las manos atados.
El inglés se inclinó sobre él.
─¿Cuánto quieres por hablar..., por decir lo que sabes?
El hombre respondió con una sonrisa de ironía tal que Holmes se dio cuenta de la inutilidad de su pregunta.
Se contentó con registrar los bolsillos de su prisionero, pero sus investigaciones sólo le valieron un manojo de llaves, un pañuelo y la cajita de cartón de la que se había servido el individuo y que contenía una docena de granates parecidos a los que Holmes había recogido. ¡Escaso botín!
Además, ¿qué haría con aquel hombre? ¿esperar a que sus amigos acudieran a socorrerlo y entregarlos a todos a la policía? ¿para qué? ¿qué ventaja conseguiría sobre Lupin?
Dudaba, cuando le decidió el examen de la caja. Llevaba esta inscripción: Leonard, joyero, calle de la Paix.
Resolvió sencillamente abandonar al hombre. Volvió a su sitio el tonel, cerró el sótano y salió de la casa. Desde una oficina de correos advirtió por carta al señor Destange que no podría ir hasta el día siguiente. Luego se dirigió a la joyería, en donde entregó los granates al joyero.
─La señora me envía con estas piedras. Se han desprendido de una alhaja que ella compro aquí.
Holmes había acertdo. El joyero respondió:
─En efecto... Me ha telefoneado la dama. Ella misma pasará por aquí dentro de unos instantes.
Pero hasta las cinco no vio Holmes, apostado en la acera, a una dama envuelta en un espeso velo y cuyo aspecto le pareció sospechoso. A través de la vidriera pudo ver cómo depositaba sobre el mostrador una alhaja antigua guarnecida de granates.
La dama se fue casi inmediatamente, hizo algunos trayectos a pie, subió por la parte de Clichy y siguió por calles que el inglés no conocía. Al caer la noche, Holmes penetró tras ella, y sin que lo viese la portera, en una casa de cinco pisos, con dos cuerpos de edificios y, por consiguiente, de innumerables inquilinos. La dama se detuvo en el segundo piso y entró. Dos minutos más tarde, el inglés probó suerte y una tras otra manejó con precaución las llaves del manojo que le había quitado al del sótano. La cuarta hizo girar la cerradura.
Dentro, la dama empujaba suavemente un trozo de pared, a la luz de una vela. Se abrió a un pasadizo
Cuando la abertura fue bastante ancha, la dama pasó... Y desapareció, llevándose la vela.
El sistema era sencillo. Holmes lo empleó.
Anduvo en la oscuridad, tanteando, pero enseguida su rostro tropezó con cosas suaves. A la luz de un fósforo comprobó que se encontraba en un pequeño reducto colmado de trajes y vestidos, colgados de una varilla. Se abrió paso y se detuvo ante la jamba de una puerta cerrada por un tapiz, o al menos por el revés de un tapiz. Al consumirse, el fósforo, se dio cuenta de la luz que atravesaba la trama desgastada de la vieja tela.
Entonces miró.
La Dama Rubia estaba allí, antes sus ojos, al alcance de su mano.
Ella apagó la vela y encendió la luz eléctrica. Por primera vez Sholmes pudo ver su rostro a plena luz. Se estremeció. La mujer que acababa de alcanzar después de tantas vueltas y maniobras no era otra que Clotilde Destange.
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Arsenio Lupin contra Sherlock Holmes
Historical FictionVolumen (2). Maurice Leblanc estaba convencido de que la propiedad era un robo, de modo que se le ocurrió crear uno de los personajes más populares que ha dado la literatura de misterio: Arsenio Lupin, caballero ladrón, que durante décadas desvalijó...