Sherlock Holmes y Watson estaban sentados junto a la gran chimenea, con los pies extendidos hacia un magnífico fuego de leñas.La pipa de Holmes, con cazuela de plata y muy corta, se apagó. Vació las cenizas, la llenó de nuevo, la encendió, se arropó las piernas con los faldones de su bata y extrajo de la pipa largas bocanadas de humo que se entretuvo en lanzar al techo en pequeños redondeles.
Watson le miraba. Le miraba como el perro acostado en círculo sobre la alfombra mira a su amo, con ojos redondos, sin parpadear, ojos que no tienen otra esperanza que reflejar el gesto esperado. ¿Iba a romper el amo el silencio? ¿Iba a revelarle el secreto de su ensimismamiento actual y admitirle en el reino de la meditación cuya entrada le parecía a Watson que estaba prohibida para él?
Holmes callaba.
Watson se arriesgó:
─Los tiempos están tranquilos. Ni un caso que llevarnos a la boca.
Holmes callaba con mayor obstinación, pero sus anillos de humo salían cada vez mejor, y cualquier otro que no hubiera sido Watson hubiese observado que obtenía de ellos esa profunda satisfacción que nos proporcionan los pequeños éxitos de amor propio, en las horas en que el cerebro se halla completamente vacío de pensamientos.
Watson, desanimado, se levantó y se acercó a la ventana.
La triste calle se extendía entre las oscuras fachadas de las casas, bajo un cielo negro de donde caía una lluvia pertinaz y rabiosa. Pasó un coche. Luego, otro. Watson anotó sus matrículas en la agenda. ¿Acaso se sabe...?
─El cartero ─exclamó.
El hombre entró, conducido por el criado.
─Dos cartas certificadas, señor... ¿Quiere firmar?
Holmes firmó en el registro, acompañó al hombre hasta la puerta y volvió abriendo una de las cartas.
─Parece que está usted contento ─observó Watson al cabo de un instante.
─Esta carta contiene una proposición muy interesante. Usted, que reclamaba un caso, aquí tiene uno. Lea...
Watson leyó.
Señor: Acudo a usted para pedirle la ayuda de su experiencia. He sido víctima de un robo importante y las investigaciones realizadas hasta ahora no parecen haber dado resultado.
Le remito por esta misma vía un paquete de periódicos que le pondrán al tanto del asunto, y si usted está conforme con proseguirlo, pongo mi chalé a su disposición, rogándole que escriba en el cheque adjunto, firmado por mí, la cantidad que desea cobrar como honorarios y gastos de viaje.
Sírvase telegrafiarme su respuesta y ya sabe que me tiene siempre a su disposición.
Barón Víctor D'Imblevalle
Calle Murillo, 18─¡Vaya! ─exclamó Holmes─. Algo maravilloso... Un viajecito a París... ¿Y por qué no? Desde mi famoso duelo con Arsenio Lupin no he tenido ocasión de volver allá. No me disgustaría ver la capital del mundo en condiciones más tranquilas.
Rompió el cheque en cuatro pedazos, y mientras Watson, cuyo brazo no había recobrado su antigua flexibilidad, pronunciaba contra París amargas palabras, abrió la segunda carta.
Enseguida se le escapó un gesto de irritación, una arruga cruzó su frente durante toda la lectura y, estrujando el papel, hizo con él una bola que arrojó al suelo.
─¿Qué? ¿Qué pasa? ─preguntó Watson, asustado.
Recogió la bola, la alisó y leyó con creciente estupor:
Mi querido maestro: Ya sabe usted la admiración que siento por usted y el interés que tengo por su celebridad. Pues, bien, créame, no se ocupe del caso para el que solicitan su concurso. Su intervención causaría mucho daño, todos sus esfuerzos conducirían a un resultado lamentable y usted se vería obligado a confesar públicamente su fracaso.
Profundamente deseoso de evitarle tal humillación, le insto, en nombre de la amistad que nos une, a que permanezca tranquilamente junto al fuego.
Mis cariñosos recuerdos a Watson, y para usted, mi querido maestro, los respetuosos homenajes de su devoto.
Arsenio Lupin
─¡Arsenio Lupin! ─repitió Watson, confundido. Holmes se puso a golpear la mesa con los puños.
─¡Ah! ¡Empieza a cansamer ese animal! Se burla de mí como si fuera un mocoso. ¡Confesión pública de mi fracaso! ¿No le obligué a devolverme el brillante azul?
─Tiene miedo ─insinuó Watson.
─¡No diga tonterías! Arsenio Lupin nunca tiene miedo, y la prueba es que me provoca.
─Pero ¿cómo ha tenido conocimiento de la carta que nos ha enviado el barón D'Imblevalle?
─¡Qué sé yo! ¡No haga preguntas estúpidas, querido amigo!
─Pensaba..., imaginaba...
─¿Qué? ¿Que soy brujo?
─No, pero ¡le he visto hacer tales prodigios!...
─Nadie hace prodigios... Yo, menos que otros. Reflexiono, deduzco, concluyo, pero no adivino. Sólo los imbéciles adivinan.
Watson asumió la actitud modesta de un perro golpeado, y se esforzó, a fin de no ser un imbécil, en no adivinar por qué Holmes hubo llamado al criado y ordenado que le preparase las maletas, Watson se creyó con derecho, puesto que existía un hecho concreto, a reflexionar, a deducir y a concluir que el maestro partía de viaje.
La misma operación de espíritu le permitió afirmar, como hombre que no teme equivocarse:
─Sherlock, usted va a París.
─Es posible.
─Y, más aún, va a responder a la provocación de Lupin más que a ayudar al barón.
─Es posible.
─Sherlock, le acompaño.
─¡Ah, ah, querido amigo! ─exclamó Holmes, interrumpiendo el paseo─. ¿Es que no teme usted que su brazo izquierdo siga el mismo camino que el derecho?
─¿Qué puede sucederme? Usted estará allí.
─¡Vaya! ¡Es usted un valiente! Y vamos a demostrarle a ese señor que ha hecho mal, quizá, en arrojarnos el guante con tanta altanería. Rápido, Watson. Salimos en el primer tren.
─¿Sin esperar los periódicos que le anuncia el barón?
─¿Para qué?
─¿Mando un telegrama?
─Es inútil. Arsenio Lupin se enteraría de mi llegada. Y no lo deseo. Esta vez hay que jugar con mucho tacto, Watson.
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Arsenio Lupin contra Sherlock Holmes
Historical FictionVolumen (2). Maurice Leblanc estaba convencido de que la propiedad era un robo, de modo que se le ocurrió crear uno de los personajes más populares que ha dado la literatura de misterio: Arsenio Lupin, caballero ladrón, que durante décadas desvalijó...