¡Momentos deliciosos para el inglés! Aspiraba ávidamente el aire, como perro de presa que huele la pista reciente. Verdaderamente, le parecía una cosa infinitamente agradable seguir a su adversario. Ya no era él quien estaba vigilado, sino Arsenio Lupin, el invisible Arsenio Lupin. Lo tenía, por decirlo así, al alcance de su vista, como atado por ligaduras imposibles de romper. Y se deleitaba considerando, entre los transeúntes, aquella presa que le pertenecía.Pero no tardó en chocarle un extraño fenómeno: en la distancia que lo separaba de Arsenio Lupin, otros avanzaban en la misma dirección, exactamente, dos individuos altos, con bombí, por la acera de la izquierda, y otros dos, con gorra y cigarrillo en la boca, por la derecha.
Quizá en eso no existiera más que pura casualidad. Pero Holmes se extraño más cuando los cuatro hombres se pararon al entrar Arsenio Lupin en un estanco, y más todavía cuando emprendieron de nuevo la marcha al mismo tiempo que él, pero cada uno por separado, siguiendo la Chaussée d'Antin.
«¡Mardición! Le siguen». Pensó Holmes.
La idea de que otros estuvieran tras los pasos de Arsenio Lupin, que otros alcanzaran no la gloria..., eso le importaba poco..., sino el placer inmenso, la ardiente voluptuosidad de reducir, él solo, al más formidable enemigo que jamás tuviera, lo exasperaba. Sin embargo, el error no era posible: los hombres poseían ese aspecto indiferente, ese aire demasiado natural de los que, regulando su paso al paso de otra persona, no quieren que los adviertan.
─¿Sabrá Ganimard más de lo que aparenta? ─murmuró Holmes─. ¿Está jugando conmigo?
Sherlock buscó con la vista a los cuatro individuos y los vio, diseminados en grupos que escuchaban la orquesta de zíngaros de un café próximo. Cosa curiosa: no parecían ocuparse de Lupin, sino mucho más de la gente que lo rodeaba.
Entonces se dió cuenta. No solamente no vigilaban a Lupin, sino que aquellos hombres formaban parte de su banda. ¡Esos hombres velaban por su seguridad! ¡Eran sus guardaespaldas, sus satélites, su escolta! Por cualquier parte que el amo corriera un peligro, los cómplices estaban allí, listos para advertirle, dispuestos a defenderlo. ¡Cómplices, los cuatro individuos! ¡Cómplices, el señor de la levita!
Un escalofrío recorrió al inglés. ¿Era posible que, alguna vez, se pudiese apoderar de aquel ser inaccesible? ¿Qué poder ilimitado representaba tal asociación, dirigida por semejante jefe?
Arrancó una hoja de su agenda, escribió con lápiz algunas líneas que encerró en un sobre, y le dijo a un muchacho de quince años, que, estaba tumbado en un banco:
─Escucha, muchacho, coge un coche y lleva esta carta a la cajera de la taberna Suisse, plaza del Chátelet. ¡Y rápidamente!
Le entregó una moneda de cinco francos. El muchacho desapareció.
Transcurrió media hora. El gentío había aumentado, y Holmes no veía, más que de cuando en cuando, a los secuases de Lupin. Alguien se rozó con él, y una voz le dijo al oído:
─¿Qué hay, señor Holmes?
─¿Es usted, señor Ganimard?
─Sí, recibí su nota en la taberna. ¿Qué pasa?
─Está ahí.
─¿Qué dice usted?
─Allí..., en el fondo del restaurante..., inclinado a la derecha... ¿Lo ve?
─No.
─Echa champán a su vecina de mesa.
─Pero ese no es él.
─Es él.
─Yo le respondo que... ¡Ah! Sin embargo... En efecto, podría ser... ¡Ah, el bribón! ¡Cómo se le parece! ─murmuró Ganimard ingenuamente─. ¿Y los otros son los cómplices?
─No, su vecina de meaa es lady Cliveden. La otra es la duquesa de Cleath, y el que está enfrente, el embajador de España en Londres.
Ganimard dió un paso. Holmes lo retuvo.
─¡Qué imprudencia! ¡Está usted solo!
─Él también.
─No, tiene hombres en el bulevar que montan la guardia. Sin contar con ese señor que está en el restaurante...
─Pero cuando yo tenga mis manos alrededor de su cuello y grite su nombre, toda la sala estará conmigo, todos los camareros...
─Me gustaría más con algunos policías.
─Es a golpes como abrirán el ojo los amigos de Lupin. No, escuche, señor Holmes, no tenemos otra alternativa.
Tenía razón. Holmes lo comprendió. Valía más intentar la aventura y aprovecharse de las excepcionales circunstancias. Sólo recomendó a Ganimard:
─Procure que lo reconozcan lo más tarde posible.
Y él mismo se deslizó detrás de un puesto de periódicos sin perder de vista a Lupin, el cual, inclinado sobre su vecina, sonreía.
El inspector atravesó la calle, con las manos en los bolsillos, como hombre que marcha a la deriva. Pero apenas puso los pies en la acera opuesta, giró sus talones y de un salto subió la escalinata.
Un silbido estridente... Ganimard tropezó con el maitre d'hotel, colocado, de pronto, en medio de la puerta y que lo rechazaba con indignación, como hubiera hecho con un intruso cuyo androjoso traje hubiese deshorando el lujo del restaurante.
Ganimard titubeó. En el mismo instante, el señor de la levita salía. Tomó partido por el inspector, y el maitre y él discutieron violentamente sin dejar dar un paso a Ganimard: uno sujetándolo, otro, rechazándolo, y de tal manera que a pesar de todos sus esfuerzos, el desgraciado inspector fue expulsado hasta los bajos de la escalinata.
Inmediatamente se formó un grupo. Dos agentes de policía, atraídos por el ruido, trataron de atravesar la masa de gente, pero una incompresible resistencia los inmovilizaba, sin que lograsen desprenderse de los hombros que los presionaban ni de las espaldas que ponían barreras a su avance...
¡Y de repente, como por encantamiento, el paso quedó libre!... El maitre d'hotel, dándose cuenta de su error, se deshizo en excusas, el señor de la levita renunció a defender al inspector, el gentío se dispersó, los policías pasaron, Ganimard se lanzó a la mesa de los seis personajes... ¡No había más que cinco! Miró a su alrededor... Ninguna otra salida más que la puerta.
─¿La persona que estaba en este asiento? ─preguntó a los cinco ocupantes de la mesa, estupefactos─. Sí. Ustedes eran seis... ¿Dónde se encuentra la sexta?
─¿El señor Destro?
─No, no. Arsenio Lupin.
Se acercó un camarero:
─Ese señor acaba de subir al entresuelo.
Ganimard se precipitó a la escalera. El entresuelo estaba dividido en reservados y ¡tenía una salida privada al bulevar!
─¿Cómo vamos a buscarlo ahora? ─preguntó Ganimard─. Estará lejos.
... No estaba muy lejos, a doscientos mestros todo lo más, en el ómnibus Madeleine-Bastlle, el cual rodaba tranquilamente al ligero trote de sus tres caballos, franqueaba la plaza de la Opera y se alejaba por el bulevar de los Capucines. Abajo, en la plataforma, se veían dos individuos con bombí. En la imperial, en lo alto de la escalera, dormitaba un viejecito: Sherlock Holmes.
Cabeceando, acunado por el moviento del vehículo, el inglés monologaba:
─Si mi querido Watson me viera, ¡qué orgulloso se sentiría de su colaborador!... ¡Bah!... Era fácil prever, al silbido, que la partida estaba perdida y que no se podía hacer nada mejor que vigilar los alrededores del restaurante. Pero, en verdad, ¡la vida no carece de interés con este diablo de hombre!
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Arsenio Lupin contra Sherlock Holmes
Historical FictionVolumen (2). Maurice Leblanc estaba convencido de que la propiedad era un robo, de modo que se le ocurrió crear uno de los personajes más populares que ha dado la literatura de misterio: Arsenio Lupin, caballero ladrón, que durante décadas desvalijó...