𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐈

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𝑴𝒂𝒍𝒅𝒊𝒕𝒂𝒔 𝒊𝒓𝒐𝒏𝒊́𝒂𝒔

Un tictac seguro y fastidioso resonaba en la pequeña oficina, siendo este el único sonido proveniente de allí aunque se suponía que también debería escucharse el repicar de las teclas de una computadora, pero no, un documento escrito solo a la mitad estaba abierto en la laptop que se encontraba sobre el escritorio desde hace más de una hora.

Unos ojos azules con unas cuantas motitas verdes observaban la pantalla con desinterés y aburrimiento, siendo estos pertenecientes a un hombre rubio de facciones marcadas y bien definidas. Se suponía que debía entregar ese informe para dentro de unas horas, pero con solo mirarse a sí mismo sin tener idea de que más escribir se desanimaba, luego aparecía otra vez el molesto sonido del reloj y se exasperaba.

Estaba cansado y dispuesto a irse a casa sin importarle lo que dijera su jefe, pero la sombra que divisó en la ventana por el rabillo del ojo le dejo muy en claro que eso no sería posible.

Suspiró con pesadez, preparándose mentalmente para las regañinas de su jefe; sin embargo, una sonrisa burlona se vislumbró en su rostro en cuanto la puerta se abrió.

Quizás podría conseguir una manera de entretenerse un rato.

Apenas la puerta se abrió el rubio miró como un tipo bajo y regordete, de poco cabello graso y piel rosácea entraba en la oficina. Su traje de color oscuro estaba algo desarreglado para el momento, llevando el saco y la corbata torcidos y la camisa blanca con pequeñas manchas rojas que muy bien podían ser salsa de tomate o sangre, nadie lo sabía y tampoco se atrevían a preguntar.

El hombre llevaba consigo una gran carpeta que no tardó en dejar caer sobre el escritorio, logrando con esto que el pesado silencio de la habitación se disipara.

―¡Te tengo muy buenas noticias, Martínez! ―anunció con un falso tono alegre acompañado de una sonrisa que iba a juego con este ―. ¡Te hemos asignado una misión! ―Hizo un gesto exagerado con sus manos antes de volver a su seriedad habitual y mirar al rubio con el ceño fruncido ―. No la cagues.

Daniel despegó desinteresadamente la mirada de la pantalla para posarla sobre la carpeta y luego pasarla a su jefe con una ceja alzada.

Sus ojos ya habían adquirido el tinte burlón que tanto lo caracterizaba.

―Que profesional me salió, jefazo, y que gran discurso motivacional ―se burló con una mínima sonrisa cínica ―, ¿pero no es poco ético ese tipo de palabras en la oficina?

El hombre lo miró con los ojos entrecerrados por unos segundos sin decir palabra alguna, aunque en su mirada se podía notar como trataba de reunir toda la paciencia posible para aguantar a Daniel todo el rato que estaría allí; y sin comentar nada al respecto sobre la pregunta burlona de Daniel, tomó asiento frente a él para continuar hablando sobre lo que realmente importaba.

―Esta misión puede ser crucial para atrapar al Kinnek.

Todo rastro de burla desapareció de la mirada de Daniel en ese instante para ser reemplazada por la frialdad que ocultaba los pensamientos que se formaban en su mente al recordar ese apodo.

Miró la carpeta con algo de gracia ya que ese mismo apodo estaba impreso en la portada junto con el número de expediente.

Buena manera de ocultar un apellido, ¿eh?

Era un apodo ridículo que casi no se usaba al menos que fuera empleado por la policía, o en el caso de Daniel, por la IOAMC, una organización internacional encargada de investigar y atrapar delincuentes de mayor nivel como lo eran los narcotraficantes, por dar un ejemplo.

Una Perfecta MentiraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora