𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐗𝐗𝐈𝐈

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𝑭𝒊𝒐𝒓𝒆𝒍𝒍𝒂

Daniel siguió a su padre en silencio por todo el camino desde el estacionamiento hasta la habitación de su hermana.

Los recuerdos buenos vividos junto al hombre en años pasados llegaban a su mente tan veloces como las balas, y así como llegaban, él los reprimía.

No quería pensar en eso. No quería recordar lo que alguna vez fue y pudo seguir siendo si no fuera por las actitudes sociópatas y machistas de su padre.

Para cuando llegaron al piso de hospitalización, un nivel por debajo de cuidados intensivos, Daniel no podía estar más tenso y con ganas de salir corriendo a otro continente muy lejos de ahí.

Y cada vez que notaba que Adrián quería hacer algo para apoyarlo en su clara timidez al caminar por esos pasillos que veía como malditos, rehuía a su tacto como si de lava se tratara, alejándose rápidamente un par de pasos.

No supo si vio el cielo o el infierno al llegar.

Daniela ya estaba allí, abrazando a Fiorella de una forma tan cálida, suave y llorosa que le arrugó el corazón.

Tanto por eso y por verse reflejado en esa misma cama de hospital donde estaba su hermanita.

Sacudió la cabeza.

No era momento para recordar.

Se acercó con cautela a ellas.

Era el momento de ser el mismo estúpido bufón de siempre.

―¡Vengan niñas!, yo también quiero un abrazo de esos ―pidió, atrayendo la atención de ambas ―, pero ojo, sin lágrimas. Mi gabardina es muy bonita como para mojarla.

Fiorella dejó de ver a su hermana para fijar su mirada cristalina en Daniel y, una débil sonrisa curvó sus pálidos y resecos labios, al igual que su mirada adquiría un brillo de alegría que por desgracia no era suficiente para opacar su deprimente estado.

La pobre Florecita que siempre había estado rozagante y llena de alegría en ese instante se veía marchita.

Su piel estaba pálida y con pequeñas marcas en los brazos a causa de los pinchazos. Su cuerpo que siempre había sido delgado ahora se veía el triple de flaco, al punto en que se notaban sus costillas. Su rostro de rasgos finos estaba demacrado, y sus grandes ojos verdes estaban hundidos. Y su corto cabello rubio que siempre lucía hermoso y sedoso, se veía quebradizo y reseco.

Para no llevar ni una semana en ese lugar, se veía bastante mal, pero se las arreglaba para aun así verse fuerte como una digna Martínez.

―Ya me iba a poner a llorar pensando que te habías olvidado de mí ―bromeó junto con él, extendiendo sus flacuchos y débiles brazos para darle un abrazo.

―Jamás Florecita ―respondió él, abrazándola con tanto cuidado que se sorprendió a si mismo por su delicadeza ―. Eso jamás.

Daniela se les unió, llorando a mares y completando un muy lindo abrazo de hermanos.

Quizás no se veían mucho por razones que la menor no entendía, que el mayor desconocía y que la del medio ocultaba, pero seguían siendo muy unidos.

Solo faltaba la mayor de los tres, Sophia, para estar completos.

Pero ella era algo castrosa, así que invitarla podía pasarse por alto fácilmente.

―¿Cómo te sientes? ―preguntó Daniela, súper preocupada.

―Si se siente como se ve, pobrecita ―se le escapó a Daniel en un tono divertido que no le duró mucho ya que se quejó al sentir un pellizco en el brazo.

Una Perfecta MentiraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora