𝐂𝐚𝐩𝐢́𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐗𝐗𝐈𝐈𝐈

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𝑬𝒍 𝒃𝒆𝒃𝒆́ 𝑳𝒖𝒄𝒂

La costumbre es un hábito que se adquiere con la repetición continua de una acción. Es muy fácil acostumbrarse a lo que sea, preferiblemente si es algo bueno, pero aun así no sea de nuestro agrado, llega un punto en el que no nos queda más de otra que resignarnos y terminar de acostumbrarnos de una forma u otra.

Y luego estaba Daniel que después de pasada más o menos media década, aun no se acostumbraba a usar lentes.

Los usaba poco aunque debía usarlos siempre ―sin excepciones―, y aunque estaba consciente de que se veía muy bien con ellos, Daniel los odiaba.

Odiaba la forma en la que se les resbalaban del puente de la nariz. Odiaba gustarle ver bien con ellos. Odiaba ver mal con ellos. Y sobre todo, odiaba el trágico motivo que lo arrastró hasta esa miseria, aunque debía estar agradecido de no haber terminado peor.

En conclusión: cada que Daniel se veía en la amarga obligación de utilizar sus lentes, terminaba frustrado y molesto, y por consecuente, gruñía a diestras y siniestras como un animal rabioso, justo como hacía en ese momento.

El rubio se encontraba en su oficina leyendo un informe que debía presentar a su jefe sobre la misión dentro de pocos minutos, y tenía que decir que cuando se trataba de escribir embustes era grandioso. Eso sí, tardó toda una semana en buscar las palabras correctas para transformar un aburrido y sencillo "casi no he hecho nada" a un muy forma y con demasiada palabrería resumen de "casi―casi logro algo. Paciencia señores".

Apenas llevaba unas cuantas semanas así que no podían exigirle mucho.

Se sopló un mechón rubio de la frente, empezaba a crecerle de más.

Volvió a gruñir cuando nuevamente se le volvieron a deslizar los lentes hacia abajo y tuvo que acomodarlos por enésima vez, pero para desgracia de su pequeño berrinche personal, tuvo que parar cuando la puerta de la oficina se abrió abruptamente.

―¡Justamente el hombre al que quería ver! ―exclamó su jefe al apenas entrar a la pequeña habitación. Extrañamente se veía de buen humor esa mañana, cosa rara teniendo en cuenta de que él era el hombre más amargado en todo el recinto.

Daniel tuvo varias reacciones al ver el buen humor del tipo frente a él.

Primero alzó las cejas en una expresión de pura sorpresa, luego las frunció con desconcierto, y por último y la más esperada, cuando proceso lo que sucedía sonrió con burla a sabiendas de que ese buen humor no duraría mucho ya que estaba en el mismo lugar que Señor Bromas.

Se cruzó de brazos, dándose la oportunidad de relajarse en su silla e ignorando deliberadamente como los lentes apenas se le resbalaban por el puente de la nariz.

―¿Para donde tan animado, jefecito? ―preguntó con una gran sonrisa llena de burla y travesura ―. ¿Tuvo una buena aventura anoche o qué?

El hombre tomó una profunda respiración, implorando paciencia en su interior.

El solo escuchar la voz de Daniel lo irritaba, pero debía hacer un esfuerzo para aguantarlo.

―Deberías aprender que no todo en la vida se trata de sexo, Martínez. ―Se adentró aún más a la oficina y tomó asiento antes de que pudiera arrepentirse.

Soltando un bufido divertido, Daniel se hizo el ofendido ante tal estupidez.

―Solo alguien que no ha probado una revolcada diría eso. Pobrecita su esposa ―siguió la broma.

―Iré al grano antes de pensar en matarte ―habló entre dientes y miró a Daniel con total seriedad. Espera que él también se pusiera serio en algún momento ―. ¿Qué avances has hecho en el caso White?

Una Perfecta MentiraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora