Capítulo 2

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Entretanto, a tres kilómetros costa abajo, un hombre tiene la vista fija en el horizonte azul que se diluye poco a poco. El arrugado traje cuelga de una complexión delgada; el botón de arriba está desabrochado debajo de su corbata. Frente a sus pies hay una cerca de alambre de púas. A esta cerca le han hecho un corte entre dos postes. Es un corte limpio y seguro practicado con una herramienta (¿profesional?).

Con la cerca rota nada se alza entre él y los veinte metros de precipicio. Podría mirar por el borde, pero no quiere acercarse demasiado y tentar al vértigo.

—¿Quiere ver eso, o no? —dice el campesino.

El inspector Alec Hardy se vuelve de mala gana hacia la escena del crimen, aunque apenas parece merecer ese término. Lleva una barba de pocos días, y en su gesto se distingue claramente su incomodidad por aquella situación.

—Cortaron por ahí para entrar —menciona el campesino, señalando el corte en la cerca—. Han vaciado del todo el puto depósito —se queja, señalando de forma acusadora el tapón de la gasolina, que cuelga abierto.

Bob Daniels el agente que hizo la llamada que lo destinó a aquel lugar, mueve la cabeza compasivo y Hardy suspira para sus adentros. ¿Este es el mejor caso que le puede encargar el cuerpo policial a un inspector? ¿Lo siguiente qué será? ¿Llamar al comisario porque un gato no baja de un árbol? El inspector es perfectamente consciente de que deseaba un cambio de aires después de Sandbrook, pero esto es ridículo.

—Seguiremos en contacto —Hardy se da la vuelta hacia el coche patrulla, comenzando a caminar hacia él.

El campesino por su parte comienza poco menos que a vociferar que los forenses deberían intervenir. A Hardy le falta tiempo para poner los ojos en blanco ante semejante panorama. Hastiado, se dirige al agente Daniels.

—¿Me llama a las siete de la mañana para esto? —le dice a Bob, una vez habiéndose asegurado de encontrarse fuera del rango de escucha del campesino.

—Se cree demasiado bueno para esto, ¿no? —se burla Bob. Hardy no le entra al juego ni da muestras de haberse molestado por aquel comentario. No es la primera puya de su nuevo equipo, y no será la última. Están molestos por el modo en que ha venido de fuera, y claro, su historia le precede. Entonces el tono de Bob cambia—. Acaban de llamar. Los guardacostas han encontrado algo en la costa.

Sin mediar ni una sola palabra en inspector Hardy se pone en camino hacia el nuevo caso que, por ahora, le parece más tedioso que el anterior. "¿Qué será esta vez? ¿Una ballena varada?", piensa con acritud. Con resignación sube al coche patrulla, dirigiéndose a su destino.


Cuando Beth entra en el colegio el día del deporte está en su pleno apogeo, y el campo bulle de niños que llevan la camiseta con los colores del colegio. Un disparo de salida da comienzo a la carrera de sacos de los de tercer curso. Hace calor —los profesores andan de aquí para allá distribuyendo agua— y los ánimos son intensos. Beth recorre el terreno con la vista en busca de Danny. Lo normal es que lo distinga en un grupo a los pocos segundos. No ya por su aspecto físico, el cual ha ido cambiando en su paso a la pubertad, siéndole más fácil integrarse con el resto de los adolescentes, sino su modo de moverse. Comienza entonces a ojear a los grupos de chavales del colegio, ya que el aire desgarbado de Danny pasa últimamente a un contoneo que es puro Mark. En un momento dado, no tiene más remedio que entrecerrar los ojos por el sol y reconoce la profesora de Danny, la señora Sherez. A su lado, hay una hilera de padres que aplauden y dan gritos de ánimo en un banco, observando el partido de fútbol que se está disputando en el campo. Beth se dirige hacia ellos con la fiambrera de almuerzo en la mano.

Durante un momento la distrae Olly Stevens. Está allí en calidad de reportero del Eco, convenciendo a unos participantes en la carrera del huevo y la cuchara para que adopten una pose tipo Usain Bolt y así, sacarles una foto. Olly ya lleva haciendo ese trabajo más de un año y no oculta su ambición de escribir en periódicos de ámbito nacional, pero Beth todavía no puede tomarlo en serio como periodista, quizá porque lo conoce desde los quince años y siempre le sorprende verle con camisa y corbata, en lugar de uniforme de Secundaria del South Wessex. Aún lo recuerda cuando apenas era un adolescente, con las hormonas revolucionadas. Se fija en que sustituye su teléfono por un antiguo cuaderno de notas y un bolígrafo cuando escribe los nombres y edades de los chicos.

El Silencio de la Verdad (Broadchurch)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora