Capítulo 4

175 20 17
                                    

Ellie lleva en coche a Mark Latimer al hospital del pueblo. Se ha ofrecido a hacerlo. La familia necesita todo el apoyo que pueda darles. El hospital es un edificio bajo de sílice con un brillante rótulo del Servicio Nacional de Salud clavado en la antigua piedra. Los árboles susurran a su paso, serpenteantes, como si estuvieran compartiendo la amarga noticia. Cuando dejan el minúsculo aparcamiento, la cara de Mark está inexpresiva. La única señal de lo que se dispone a hacer, es una breve vacilación en la entrada. Parece que sus piernas se niegan a cooperar.

—¿Cuántas veces has hecho esto, Ellie? —le pregunta. Al fin, sus piernas parecen reaccionar, comenzando a caminar lentamente al interior.

—Ninguna —reconoce ella. Por supuesto que ha estado antes en el depósito de cadáveres: por accidentes de circulación, un par de ahogados y una sobredosis. En su mayoría, lo ha hecho acompañada de Harper, pero no en esta ocasión. Esta vez acompaña a Mark. Y no sabe qué esperar. Nunca ha estado allí por un asesinato. Nunca por un niño y, Dios Santo, nunca por un amigo. Ha recibido formación sobre aquellos delitos concretos, claro, pero de eso hace años y aquella es la zona rural de Dorset. Prácticamente había dado por sentado que nunca tendría que ocuparse de algo así. Estaba claro que se había equivocado de cabo a rabo. Por debajo de la conmoción y la pena siente pánico. Apenas recuerda el procedimiento, por no decir el modo adecuado de dirigirse a quien sufre por las consecuencias de un acto tan violento.

En la sala de reconocimiento reina un silencio sepulcral. Levantan despacio la cortina para mostrar a Danny al otro lado del cristal. Aún tiene la cara sucia. La tierra oculta su piel infantil, mientras los granos de arena brillan como lentejuelas. Parece más joven de lo que ella le había visto en años. Parece vivo. Casi espera que se levante y grite: «¡Sorpresa!».

Mira a Mark, y la cosa es casi peor. Aquella cara que ha visto reír y cantar, borracha y feliz, está ahora contraída por la pena.

—Venía pensando que no sería él —susurra Mark—. Mi Danny.

Su intuición de policía o quizá su instinto maternal indican a Ellie que está por venir la inminente pregunta.

—¿Puedo tocarlo, Ellie? —pregunta Mark, y ella tiene que negarse con todo el dolor de su corazón. Comprende su desazón. Puede perfectamente ponerse en sus zapatos, y es algo que le destroza por dentro—. ¿Porque él? —dice Mark, dirigiendo su cólera contra Ellie por un segundo—. Es tan pequeño... Es mi pequeñín —se arrodilla junto a la cara de Danny, y aunque la misión de Ellie es vigilar, tiene la sensación de no querer atenerse a la ley—. Oye hijo, siento no haber estado ahí para evitarlo. Eres mi pequeño Danny, y te he fallado —su voz está teñida de pena—. Y lo siento tanto... Te quiero infinito, superestrella. Siempre te querré —Mark se pone a llorar ruidosamente, y sus palabras se mezclan unas con otras. Se quedan así treinta minutos.

Ellie no dice nada. Tiene el cuello empapado en lágrimas.


Entretanto, en la casa de los Latimer, Hardy —quien le ha ordenado a Harper que se quede con él— baja la vista hacia los guantes de goma en sus manos y en las envolturas de plástico en sus pies. Se ve transportado contra su voluntad a otra habitación de un niño. A otra escena de un crimen. Quiere —necesita— registrar aquella habitación antes de que lleguen los especialistas forenses. Encontrar cualquier tipo de pista, cualquier tipo de señal acerca del destino funesto de Danny. Observa como Harper abre la puerta de la habitación de Danny con un gesto casi reverencial, como si estuvieran a punto de invadir un lugar sagrado. El inspector comprende su prudencia: es el primer crimen al que tiene que enfrentarse esta novata, y percibe que, por todos los poros de su piel de alabastro, se emite un inconfundible horror y temor. Horror por la muerte del niño; temor por no poder encontrar la respuesta a lo que le ha pasado. En un gesto tal vez para consolarla —tal vez para darse ánimos a sí mismo—, posa una mano en el hombro izquierdo de la chica. La oficial de ojos azules se sobresalta por un momento, como si el contacto físico la disgustase. La recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Hardy retira la mano al momento. No quiere incomodarla, y menos aún que se haga una idea equivocada. Le pide disculpas en un tono bajo, y ella le indica que no ha sido nada. Pero algo en la mente interna de Hardy le dice que hay algo más. Algo más detrás de esa reacción automática, casi defensiva. Pero no insiste. No quiere invadir su privacidad. Y no es el momento ni el lugar para ello. Si en algún momento ella quiere contarle algo, estará más que dispuesto a escucharla, a pesar de que aquello no se le dé bien. Sabe —y entiende— lo que es ser un principiante, pero también sabe por experiencia que la chica necesita endurecerse. Más todavía de lo que ya lo está. Una vez está la puerta abierta, pegatinas infantiles se despegan bajo las yemas de los dedos enguantados de la pelirroja. Dentro, un despertador se enciende y se apaga a una hora inexacta, como si las baterías estuvieran acabadas. La ventana está entreabierta, y la llave todavía en la cerradura. Harper toma en consideración estos datos, apuntándolos en su libreta.

El Silencio de la Verdad (Broadchurch)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora