Capítulo 29

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Está oscureciendo cuando Paul Coates entra en la sala de interrogatorios de la comisaría de Broadchurch. Alec Hardy lo espera dentro, y en la mesa, hay un montón de kits para extracción de pruebas y ADN. Está claro que aquella no es una visita de cortesía.

—Será rápido —le asegura, apartando una de las sillas—. Siéntese.

Paul Coates deja su mochila en el suelo y se sienta, tal y como se le ha indicado.

Cuando Alec saca los guantes de goma, sale despedida una nubecilla de polvos de talco que termina cayendo encima de la camisa negra de Coates.

—¿Ha comido, o bebido algo durante la última hora? —indaga Hardy de forma protocolaria.

—No.

Alec saca un pequeño bastón de algodón de una bolsa, y se acerca a Paul, sentándose en la silla que queda junto a la suya. La voltea para quedar mirándolo de frente. El vicario abre la boca para el frotis, según se le indica. Hardy hace a propósito la primera pregunta, cuando gira el trozo de algodón por dentro de la mejilla del reverendo.

—Así que la religión sustituyó al alcohol... Cambio una adicción por otra, ¿no?

Coates conserva cierta dignidad, y espera hasta que puede hablar otra vez.

—Quiere sacarme de quicio, ¿verdad? —el rostro del inspector escocés apenas expresa una leve elevación de la comisura izquierda, como si quisiera formar una sonrisa sarcástica—. Sí, seguramente —afirma para el aire, mientras el agente, que se ha levantado y acercado a la esquina de la mesa, mete el bastoncillo en una bolsa de pruebas, con cuidado de no contaminar nada—. ¿Qué tiene en mi contra?

—¿Sinceramente? —dice Hardy, arqueando una ceja, despojándose de los guantes—. Me preocupa —comenta sin tapujos—. Se le veía tan dispuesto a ponerse delante de las cámaras cuando todo estalló... Como si quisiera apropiarse de ello y reclamarlo en nombre de la Iglesia, rondando a los Latimer como las moscas a la mierda —espeta en un tono molesto.

—Vaya... —incluso Paul parece sorprendido por el cinismo del hombre frente a él.

—He observado que siempre pasa: un suceso terrible, y la Iglesia parece contentísima, porque de repente, la gente le presta atención. Porque el resto del año es solo un edificio al que nadie entra.

—No entiende el concepto de fe, ¿verdad? —dice Coates—. Yo no lo forcé, la gente me buscó —se defiende de manera determinada—. Gente que, normalmente ni piensa en la religión. Querían que hablase, querían que escuchase. Me necesitaban —hace una pausa, notando la mirada llena de desaprobación y algo condescendiente del hombre con vello facial—. ¿Sabe por qué? ¿Sabe por qué vinieron a mí? —en un pronto, el vicario se levanta del asiento, apoyando las llevas de sus dedos en la mesa, como para demostrar su autoridad—. Porque hay un miedo para el que usted no tiene respuesta. Un vacío que no puede llenar. Porque todo lo que tiene son sospechas, y la necesidad de culpar a aquel que tenga más cerca —Hardy se cruza de brazos ante la diatriba—. Mire, puede acusarme, puede coger muestras, despreciarme por quien fui en el pasado... Pero no puede despreciar mi fe, solo porque usted no la tiene —sentencia en un tono convencido—. Ahora mismo, la gente necesita esperanza, y usted no se la está dando —lo acusa, antes de mascullar por lo bajo—. Incluso su subordinada perderá la suya... Al final se vendrá abajo —aquel comentario consigue arrancar una mínima expresión de ira por parte del inspector—. ¿Hemos acabado?

Espera la reacción de Hardy, como si fuera a tener lugar una conversación. El inspector de cabello castaño y barba de pocos días mantiene los brazos cruzados y la boca cerrada. No piensa darla la satisfacción al vicario de que sepa lo alterado que está en realidad. Y no piensa dejar que ni el caso ni su oficial se vengan abajo. No mientras le queden fuerzas.

El Silencio de la Verdad (Broadchurch)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora