Capítulo 28

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Tenía la ropa mojada, aunque gran parte del agua se había escurrido al suelo, lo que me daba una mera idea del tiempo transcurrido, y el cuerpo se me había enfriado de tal forma que la más mínima brisa hacía que se me pongan los pelos de punta

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Tenía la ropa mojada, aunque gran parte del agua se había escurrido al suelo, lo que me daba una mera idea del tiempo transcurrido, y el cuerpo se me había enfriado de tal forma que la más mínima brisa hacía que se me pongan los pelos de punta. Ya no sentía las manos. Cuando intentaba mover los dedos, ajustados por el precinto a mis espaldas, lo único que recibía era una sensación de hormigueo. No veía la hora de que me suelten, de poder estirar los brazos, masajearme las manos, las muñecas. Fantaseaba con volver a casa, con darme un baño cálido, cambiarme de ropa, recostarme en mi cama, abrazar a mi madre. Fantaseaba con beber una jarra entera de agua.

Me estremecí cuando escuché el chirrido del metal de la puerta abrirse nuevamente. Ese simple sonido me atormentaba, porque donde había una puerta abriéndose, seguían unos borcegos negros, y donde aparecían esos borcegos negros, el resultado no era bueno.

—¿Sigues queriendo agua?— se mofó el hombre a medida que se acercaba. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, lo oí inspirar varias veces por la nariz— Al menos te he disimulado el olor horrendo que traes.— Encogí los hombros, sintiéndome tremendamente avergonzada y humillada.— ¿Qué? ¿Ahora no hablas?— su voz se tornó más gruesa. A pesar de estar completamente aterrorizada, no pude soltar ni una palabra. Me sentía sin fuerzas, cansada, adolorida. Y había aprendido que por cada vez que decía algo, el resultado no era bueno.

Sin aviso alguno, el hombre me estampó una fuerte bofetada con el revés de su mano. Supe que fue del revés porque sus gruesos nudillos golpearon con fuerza mi mejilla.

—Si yo te hablo, tú contestas— gruñó con agresividad cerca de mi oreja. No comprendía cómo una persona podía llegar a convertirse en eso, en un ser desalmado y despiadado, que arremete contra todo lo que tiene delante, sin restos de humanidad alguna, sin importarle las consecuencias. Saboreé el gusto metálico que inundó mi boca, con el triste pensamiento de que esa gente no sabía de consecuencias.

Nuevamente, un revés que casi me derriba de la silla, me dejó con la cabeza inclinada, y pude ver pequeñas manchas de sangre en la bolsa que me envolvía.

—Maldita perra— escupió el hombre, enfurecido.— Recuerda que dependes de mí para volver a casa. Y también recuerda que puedo hacer contigo lo que se me dé la gana.— amenazó con un tono que no me gustó para nada.

—¿Por qué?— dije con un hilo de voz, pensando que mantenerme callada no sería para mejor.— Somos buenas personas, estamos haciendo todo lo posible para pagar cada centavo. ¿Por qué hacen esto?

El silencio hizo eco por todo el lugar. Habría jurado que el hombre me había abandonado allí, si no fuera por la pesada respiración que sentí al lado de mi oreja.

—Porque podemos.— El sonido rasposo de sus palabras se alojó en mi estómago, y me provocó náuseas.— Y cuando salgas de aquí... si es que sales— aclaró con cierta satisfacción en la voz—, más te vale recordarlo.

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