A tan solo unas líneas para terminar el último capítulo de mi libro, me doy cuenta de que ya no hay tiempo.
Los días transcurrieron como un suspiro. Las horas fueron apenas un parpadeo.
La fiebre me debilita y los demonios acechan como aves de rapiña, prestos a devorar mis pensamientos, mis anhelos,
mi último aliento.
Las manos tiemblan y no obedecen.
Murmuro las ordenes pero estas quedan atoradas en mi garganta.
Secas, mustias, moribundas.
El ambiente apesta a podredumbre, de aquella que presagia la tragedia; la de los mundos, los aires, las aguas y las estrellas que hoy se extinguen al cerrarse el capítulo de una vida agonizante.Aspiro profundamente pero el aire se atora y no expira.
Se adentra en mi cuerpo como agua agitada en las cuevas; violenta, embiste mi sistema.
Presiento que me queda muy poco tiempo, las extremidades ya no las siento.
El cuerpo se va carcomiendo y, aunque busco con la mirada, no encuentro el aliento
que será el último intento de terminar lo que he empezado ya hace mucho tiempo.
No hay dolor.
No hay arrepentimientos.
Solo el candor de aquella idea que surgió cuando muy niño mi padre puso frente a mí el primer libro, la primera hoja blanca, el primer lápiz. Y las dejó ahí para que buscara las palabras dentro de mí, a mi alrededor y en cada línea leída,
la historia que sería mi vida cuando todo pasara y legara el espacio para el que viene detrás de mí.Me siento devorado por el veneno que circula en mi cuerpo.
Pero alcanzo a escribir, después de todo, todo aquello que anhelé por dentro.