En la cocina todos están riendo y comentando la noche anterior.
Fue todo un éxito, dicen. Se carcajean sobre uno y otro hecho que ruborizó a más de uno, evidenciando sus indiscreciones.
En varias ocasiones habían descubierto a los niños escondidos detrás de alguna puerta escuchando a los adultos que, desconsideradamente, no les dejaban dormir, pero tampoco ser parte de la algarabía, enviándolos de nuevo a sus habitaciones.
Yo estoy escuchándolos mientras preparo el almuerzo, cuando me viene a la mente mi marido con cara de tomate la noche anterior.
¿Qué habían dicho que le sacaron los colores?
No recuerdo.
¿Sobre qué hablaban?
Me estrujo los sesos.
Ese esfuerzo mental se refleja en lo fuerte que estoy picando las verduras.
Alguien me toca el hombro y me vuelvo con el cuchillo en ristre.
El pajarraco levanta el vuelo y lanza contra mí otro ataque.
Incrédula de lo que veo, con el cuchillo trato de defenderme como si se tratara de ahuyentar una mosca molesta.
El ave lanza una risotada de ver que no atino una y sigue picoteándome. Se le unen otros.
Agotada de dar brazadas sin poder evitar las heridas que me infringen, me despierto bañada en un sudor frío.
La noche aún me envuelve. Mi respiración agitada resuena en la habitación desnuda.
Me levanto y camino en la oscuridad vacía.
Tan vacía como ha quedado mi casa después de que mi marido me abandonara, se llevara todo el menaje, vaciara las cuentas y huyera con mi mejor amiga.