La lluvia sobre el lago era hipnotizadora.
Tanto que la escritora llevaba varias horas frente a su hoja en blanco. En contraste con el cielo plomizo y amenazador del exterior, ella se encontraba refugiada en la cabaña abastecida de todo lo necesario para pasar esa época del año protegida del frío y la humedad propia de esos lares. La chimenea ardía a su espalda y el crepitar del fuego furioso y el incesante caer del agua sobre el techo la arrullaban.
A lo lejos se escuchó un trueno. No alcanzó a ver el relámpago. Otro más y otro.
No, pensó, esos no son truenos, son disparos.
Se asomó a la ventana y la abrió. El frío le dio de lleno en el rostro y, aunque la cascada no le permitía reparar más allá de unos metros, sí logró ver cómo los patos salían volando despavoridos por cada disparo que seguía escuchando para luego volver al agua como si nada hubiera ocurrido a seguir disfrutando de la que podría ser su última zambullida en el lago...