C u e v a / GALAXIA

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Cuando los hombres del pueblo se decidieron por fin a explorar la cueva, no esperaban encontrar a la niña desaparecida dentro del lugar que todos sabían era prohibido.
Desde que empezaban a caminar, a todos los niños se les enseñaba las maravillas que les rodeaban. La cascada era el motivo para aprender a nadar. El bosque, la gran lección para conocer  explorando la naturaleza y apreciarla. El senderismo, la perseverancia para alcanzar lo que se propusieran. Pero siempre les era recalcada la prohibición de entrar en la cueva.
Por eso, suponer  que la niña hubiera entrado sola a ese lugar era descabellado. Sin embargo, después de la gran barrida por todos el pueblo y sus alrededores lo único que quedaba por ver era la cueva.
Con linternas, escopetas, cuchillos y algún que otro utensilio punzocortante, un buen número de hombres se adentró en el  escabroso interior de aquel hoyo vertical cuya existencia nadie podía datar.

Mientras aquellos se movilizaban en las vísceras de la tierra, en la casa de la niña perdida, la madre hablaba con el policía a cargo de la investigación.
Se encontraban en la habitación de la chiquilla a quienes todos llamaban cariñosamente Isi.
El origen de aquel mote era otra de las muchas peculiaridades del lugar, ya que había sido inscrita en el registro civil con el nombre de Briseida Eleonora.
Así pues, el policía oía cómo la madre de Isi, entre lágrimas y moqueos, describía a la niña como juguetona, curiosa, impasible, precoz para su corta edad y obediente. Por eso, era más difícil suponer que Isi había entrado en la cueva, y sola, para más inri.
El policía, al que todos llamaban Nel -de nombre Valentino- observaba cuidadosamente todo de lo que se había rodeado Isi en sus cortos cinco años de vida. De hilos fijados en el techo pendían unas naves espaciales, desde lo que podrían denominarse platillos voladores, hasta coloreados cohetes. Adherida, además, se apreciaba la vía  láctea, o su símil.
Qué había hecho que Isi se interesara por el espacio era algo que ni la madre podía explicar a Nel. Pero para el caso, no creyeron que importara. Salvo, que Isi gustaba de acostarse en el jardín por las noches para observar el cielo estrellado. Al recordar esto, la madre se echo a llorar. Eran las diez de la noche e Isi se encontraba sola, en no sé sabe dónde, perdida y temerosa.

Conforme iban sintiendo que eran engullidos por la tierra, los hombres fueron experimentando la claustrofobia que inspiraba la oscuridad, el camino estrecho sin final y la densidad del aire que ya no corría sino se palpaba.
Cuando se detenían podían escuchar una corriente de agua circular por los alrededores sin que pudieran determinar el lugar exacto. En no pocas ocasiones algún que otro murciélago les pasaba rosando para perderse en la oscuridad antes de que ellos pudieran si quiera enfocarlo, dejando como estela sus ecolocaciones.

Cuando creyeron haber caminado alrededor de una hora, encontraron una bifurcación. El padre de Isi, a quien llamaban Pac -de nombre Londemundo-, que iba liderando la marcha, indicó con señas quiénes irían por la derecha y quiénes por la izquierda. Temerosos pero también  eufóricos, puesto que todos estaban debutando en las entrañas de lo prohibido, se dispusieron a seguir las sendas ya trazadas por quien creyeron sería Matusalén.
Ya  más seguros de estar pisando tierra sin trampas, llamaban a Isi en susurros, que rebotaban en las paredes, con la esperanza de alertarla de la búsqueda.
El grupo de la izquierda llegó muy pronto a un tope. Parecía que sus antepasados no habían creído necesario seguir adentrándose por esa ruta. Desandaron el camino y tomaron el que había seguido Pac.
Cuando el grupo vislumbró las luces de los que les precedían se apresuraron a alcanzarlos. Sin mucho esfuerzo se unieron a los hombres que ya no caminaban.
Se habían detenido y a la vez veían hacia arriba.
Conforme fueron uniéndose a ellos en el claro de la cueva vieron que ahí no había techo.
En su lugar, había lo que parecía ser una enorme ventana que permitía ver el cielo nocturno y sus millones de estrellas. Anonadados por la grandiosidad y sumidos en un solemne silencio propio de lo que es admirable e inexplicable a la vez, poco a poco se permitieron  respirar con normalidad y sentirse libres de la sensación de estar ensardinados.
De repente algo gimió a sus espaldas.
Todos saltaron de susto volviéndose con sus precarias armas en ristre.
Lo que vieron pasaría a los anales del aquel lugar como uno de los hechos más desconcertantes: acostada en una pieza de estalactita, como si de su  cama se tratara, estaba Isi.
Tenía los ojos abiertos, velados por una capa blanca transparente, que no quitaban la vista de la Galaxia que había descubierto y de la que no saldría, porque Isi quedó ciega.
Nadie supo si fue por lo que vio.
Aunque algunos decían que por haber desobedecido, cosa de la que se agarraron para persuadir a cualquier alma rebelde a no seguir los pasos de la niña.
Porque, además... Isi no volvió a hablar jamás.

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