(Ferry/cerveza)
La algarabía en el vaporetto que ese día surcaba el agua del canal era otra.
Después de décadas de un incesante turismo marítimo que había transformado el agua de todos los canales en un espejo negro e inmundo, ahora los venecianos sonreían felices de experimentar lo nunca visto, al menos, por muchas generaciones: el agua transparente que les permitía ver el fondo del canal y hasta los peces que creyeron inexistentes. Era el motivo de conversación desde que la pandemia los había aislado del mundo del turismo tumultuoso que padecían todos los días del año los vecinos del centenario lugar, y que ahora eran los únicos usuarios del vaporetto que también transportaba mercancías tales como birra, en esa ocasión.
La pandemia había pasado a un segundo plano y, aunque les afectaba, no podían evitar comentar el deleite de disfrutar esos paseos por el vaporetto solo para confirmar que las aguas seguían cada día más limpias y claras.
De lo que no se habían librado los venecianos era de los carteristas.
Ese día, aprovechando que todos los usuarios iban distraídos con el manoseado tema de conversación, un ragazzo de no más de ocho años iba religiosamente despojando de billeteras, monederos, celulares y todo lo que lograba extraer con una habilidad inaudita a todos los distraídos usuarios del vaporetto. El que parecía ser su tío, su padre o su jefe se hallaba a una prudente distancia.
Cuando avistó la próxima parada, el ragazzo se encaminó hacia la salida. Su acolchada chaqueta lograba ocultar el botín. Pero como siempre le ocurría, empezó a sentir un nerviosismo paralizante. En su cabeza se repetía a sí mismo que lo iban a atrapar, que alguien daría la voz de alarma, que la policía camuflada de civil estaría esperándolo al poner pie en el muelle, que su jefe lo abandonaría a su suerte.
Así se sentía cuando el vaporetto se iba acercando a la fermata San Marco, donde una enfermera con un maletín en la mano y dos hombres sospechosamente vestidos de civil esperaban al vaporetto.
Al ragazzo el nerviosismo le provocó náuseas y se inclinó en la baranda del vaporetto. Pero sólo salivó. Al borde del colapso, su jefe le pasó dando un coscorrón que lo espabiló inmediatamente.
Cuando tocaron el borde, el ragazzo vio cómo los dos hombres en la orilla lo miraban fijamente. Empezó entonces a caminar hacia atrás buscando una forma de saltar a tierra que no fuera la salida. Pero solo se podían apear por el lado de babor. Conforme se fue vaciando el vaporetto, el ragazzo tomó una decisión: empezó a tirar su botín por la borda de estribor. Uno a uno fue dejando caer todos los objetos. Uno de los hombres en la parada que subió antes de que bajaran los pasajeros se acerco al ragazzo por detrás. Sin mediar palabra lo agarró por los hombros y lo guió a la salida. Este trató de zafarse pero no pudo. Exigió como todo buen pilluelo una explicación pero se calló de inmediato al darse cuenta de que el otro hombre, parado en la baranda de estribor, veía hacia las aguas donde él se había deshecho de la mercancía robada.
Toda estaba a la vista, gracias a las transparentes aguas del canal.