Cuando el miedo no me paralice

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Ha vuelto.
Lo vi cuando cruzaba la calzaba principal hacia la tumba de su familia. Él no me ha visto.
Lo seguí hasta que se hincó frente a ella y sacó el rosario.
Las cuentas estaban gastadas y ya no expiden ningún olor como cuando lo usaba doña Marta, recién sacado de su caja de regalo, oliendo a pétalos de rosas. Decía que venía directamente del rosal al pie de la Virgen. Así se lo contó a quien fuera que le hablaba frente a la tumba.
Y, ahora, era él quien lo desgastaba, como tantas veces lo hizo ella, murmurando oraciones, o quizás poniéndola al día, como lo hacía cada semana, así lloviera, tronara o relampagueara.
Estuve indeciso como todas las semanas cuando era a ella a quien veía hincarse. Nunca me animé a hablarle. Primero se fue antes de que yo pudiera tan siquiera presentarme.

En algún momento ha de haber sentido una presencia porque se volvió y casi no me da tiempo a ocultarme. Cuando lo oí continuar en sus rezos o pláticas, me volví a asomar. Y si ahora él me hubiera visto, habría sido el motivo para enfrentarlo. Pero ni yo mismo sabía si quería hacerlo o qué le iba a decir.
Veo que se levanta y se despide tocando tres veces la loza de la lápida. Me oculto nuevamente y lo veo pasar. Estamos a tres metros de distancia pero la lejanía es de años. Desde que me dejaron en el orfanato porque no me quisieron. O es lo que pienso. O es lo que quiero que me aclaren. Pero mientras no me presente, jamás sabré por qué lo hicieron.
Tal vez la próxima semana me anime.
O la otra, cuando el miedo no me paralice.

DOSpalabrasUNrelatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora