El ruido de vidrio quebrándose no fue estruendoso pero suficiente para alertar al profesor que se dirigió ipso facto hacia el lugar de dónde había provenido.
Era la vitrina que albergaba una serie de piezas antiguas donadas por ex alumnos de la universidad. Entre ellas estaba la única que faltaba: un catalejo del siglo XVII, atribuido a Juan Roget.
Su valor era incalculable.
Como la ingenuidad de los directivos de la institución para no protegerla adecuadamente.
El profesor, un hombre maduro con aspecto de loco, con unos anteojos para leer que usaba para detenerse el rebelde mechón blanco que siempre le caía en la frente, mientras los que usaba para tal fin pendían de la punta de su nariz, cerró inmediatamente la biblioteca.
No éramos muchos los que nos encontrábamos ahí preguntándonos, entre sorprendidos e indignados, de pie, con las manos entre los bolsillos del pantalón, como forma de protesta, por la injusticia de que se nos viera como sospechosos del hurto.
Cuando pescueceamos para alcanzar a ver cómo había quedado la vitrina, a mis espaldas Franc, el compañero con quien realizaba en ese momento la investigación, me preguntó que había sucedido.
No pocos teníamos serias dudas de que hubiese habido una pieza tan valiosa en el destartalado mueble. Pero esa podría haber sido la estrategia para proteger lo que contenía: llamar lo menos posible la atención de los que circulaban para no tentar una oportuna codicia.
La policía se presentó pasados 45 minutos. Tiempo que sentimos eterno.
Inspeccionando el mueble, encontraron restos de sangre. El autor del robo se había herido con el vidrio al extraer su botín.
Faltó poco para que el profesor saltara de alegría. Seguro creyó que lo único que quedaba por hacer era seguir el rastro de la sangre, como si fueran migas de pan...
A veces pienso que la universidad lejos de ampliar los conocimientos los compacta de tal manera, que los que viven de ella, el profesor en este caso, se creen los dueños de la perspicacia y la razón.
Pero, bueno, la policía se encargó de aclararle que la herida no habría sido profunda por la cantidad de sangre encontrada.
Como no había nada más que hacer nos dejaron ir, pero antes nos cachearon.
En la puerta, el profesor nos miró fijamente uno a uno, deteniéndose en Franc. Temí por él. Transpiraba copiosamente. Pero eso era algo que siempre le ocurría cuando un pedagogo le hablaba. Y yo creía que esa inseguridad le provenía de sentirse observado todo el tiempo por usar una prótesis en la pierna tras sufrir un accidente de moto.
No queriendo ser muy obvio en su desconfianza, o, no sé si esperando que alguien diera un paso al frente para confesar, nos conminó a denunciar al culpable.
Salimos de la biblioteca entre cansados (ya nos había pasado la adrenalina del suceso), apurados (muchos vivimos lejos y nos toma casi una hora llegar a nuestras casas) y algo frustrados (en el fondo, habríamos querido conocer al culpable).
Una semana después, me encontré con Franc en la biblioteca para terminar nuestro trabajo de investigación. Llevaba una PC nuevecita.
Cuando se la chuleé me dijo que la había conseguido en oferta por internet.
Pero cuando nos disponíamos a empezar vi que tenía una larga cicatriz que abarcaba el índice y el pulgar derecho. Cuando se dio cuenta de mi descubrimiento, rojo como tomate y entre tartamudeos y perlado de sudor, empezó de explicar algo que no tenía ningún sentido.
Y, yo, por supuesto, me tragué su cuento, aún sin entenderlo.