(Tren+pintura)
El estruendo había hecho vibrar la tierra a muchos kilómetros a la redonda.
El humo determinó el lugar de donde procedía y muchos salieron a esa dirección alarmados por lo que pensaron podría ser un atentado. Pero conforme la gente iba acercándose al lugar del estallido comprobaron que era el descarrilamiento del tren el causante de la tragedia.
La gente se acercaba como si un canto de sirena fueran los gemidos y lamentos provenientes del amasijo de fierros; un perfume irresistible, el humo y una visión mágica, el fuego.
El policía que había llegado primero al lugar estaba de pie anonadado sin saber por dónde empezar. Alguien pasó corriendo a su lado y lo empujó. Gracias a eso, el policía volvió de dondequiera que estuviera hacía un momento y empezó a seguir las voces que pedían ayuda.
El grotesco panorama era de no acabar. Por la radio escuchó que acudían más elementos de todas las comisarías y pidió a los cuerpos de socorro acudir masivamente, tratando de describir lo inimaginable de la escena ante sus ojos.
Con algunos transeúntes iban sacando a los heridos que podían caminar; con los más afectados, el policía dejó a un voluntario con ellos hasta que llegaran los paramédicos. Poco a poco se fue abriendo paso entre la chatarra, los bultos, los cadáveres; el olor era fuerte y profundo, como las heridas y el dolor de quienes iba encontrando a su paso, palpando muñecas o cuellos; buscando desesperadamente un indicio de vida.
Desgarrado por el cuadro que no cesaba y entre el murmullo de la gente que se iba aglomerando alrededor de la catástrofe, escuchó un agudo quejido. Aguzó el oído pero no lograba detectar su proveniencia. Giraba como un trompo buscando algún movimiento que le ayudara a ubicarlo. Lo detectó a unos metros a su izquierda y, evitando pisar piezas que pudieran lastimar más al herido, se acuclilló. Entre la mezcolanza de hierros vio un ojo abierto que lo miraba. Escuchó su respiración agitada y empezó a hablarle en susurros, buscando calmarlo, ralentizar los latidos, si es que tenía alguna herida abierta. Oyó a sus espaldas que se acercaban los socorros y los llamó. Con el mayor cuidado fueron removiendo los escombros que no querían ceder como brazos del infierno abrazando su cosecha. El niño que surgió del averno tenía alrededor de seis años, no más.
El ruido que el policía había escuchado era un juguete que el chiquillo tenía atenazado en sus brazos, y que por ese efecto del cuerpo inánime, había brotado el grito de auxilio. Con sumo cuidado fue llevado hacia la ambulancia que lo esperaba.
El policía volvió a respirar con normalidad.
Se había quedado solo en ese vagón que parecía no tener más víctimas por rescatar. Con el pie hurgó entre los deshechos hasta que un amarillo chillón llamó su atención. Con una pieza suelta y larga removió alrededor del objeto hasta que se dio cuenta que era una mochila. La alzó y debajo halló un libro abierto y crayones desparramados donde con facilidad el policía imaginó al chiquillo pintando mientras iba camino a casa.