(PERSONA OBSESIONADA CON LA MERMELADA )
En la habitación solo se encontraban la acusada, su abogado y los dos detectives que la habían arrestado. Yo era uno de ellos y lo único que necesitábamos era su confesión. La razón que la había llevado a asesinar a su jefe de la forma que lo había hecho. Su rostro, sin embargo, no reflejaba nada. No parecía darse cuenta del lugar en donde hallaba ni la razón. Se encontraba inmersa en lo que fuera que tenía en su mente, sus recuerdos, los hechos que la llevaron a hacer lo que hizo, quién sabe. ¿Estaba consciente del fatal desenlace, sentía culpa o tenía una justificación de peso? Yo mismo trataba de descifrar su inescrutable semblante, aparentemente sereno, pero que en sus ojos se atisbaba un sentimiento que aún no lograba identificar.Sin duda alguna, al jefe podría haberlo matado cualquiera de sus empleados. Era un hombre déspota, cruel, prepotente. Una joya en resumen. Pero de ahí a hacerle lo que lo había llevado a morir muy lentamente, casi a tortura, tenía que haber sido en un lapsus de locura -algo que creíamos que el abogado reclamaría para su defendida-. Sin embargo, una mujer tan escuálida no nos cuadraba como única culpable; creíamos que tenía uno o más cómplices, pero ante tal mutismo, ella sola sería la que llevaría la culpa y la pena carcelaria.
Hace un mes aproximadamente, a las 4:45 entró una llamada reportando el hallazgo de un cadaver. Franc, mi compañero, pasó por mí y me fue poniendo al día de camino al lugar del crimen. Se trataba de una fábrica a las afueras de la ciudad. No tenía todos los detalles pero la cosa pintaba a nada del otro mundo. Sin embargo, cuando llegamos, los rostros que nos recibieron decían otra cosa. Los empleados estaban afuera y en silencio. Todos cabizbajos, nadie cuchicheaba ni curioseaba. Eso era más elocuente que los escándalos morbosos en la mayoría de los crímenes.
Un policía nos llevó al lugar donde se encontraba el cadaver y nos dejó en la entrada del recinto: un gran salón con maquinaria que en resumen, fabricaba y embotellaba la mermelada que producía. El guardia nos señaló adonde debíamos dirigirnos. En una esquina vimos el único barril del lugar. Alrededor de él, una cantidad ingente de recipientes vacíos. El barril estaba abierto. Dentro se atisbaba el rostro de un hombre sumergido en lo que nos dijeron era mermelada.
"El hombre está muerto", dice una voz a nuestras espaldas. "Brujo", le digo, "y ¿para eso se estudia?" Era el López-Cruz, el forense. Pone los ojos en blanco y hace como que no ha escuchado mi sacarmo. "He encontrado un golpe en la parte occipital del craneo. Pero la autopsia nos dirá si hay otro signo de violencia".
Una semana más tarde, el forense nos dio su informe y sus observaciones: creía que antes de sumergirlo en el barril, al hombre le habían dado un golpe en la cabeza y estaba inconsciente cuando lo sumergieron entre la mermelada. Sugería que la persona que golpeó era de baja estatura, diestra y, el objeto que usó fue probablemente un tubo, por lo que bien pudo ser un hombre o una mujer el homicida.
Todo nos guiaba a los más probables autores: los trabajadores de la fábrica.
Fuimos depurando la lista de hombres y mujeres. Al inicio, creímos que no era una persona la culpable sino que entre varios se había realizado el ataque y luego el homicidio. Pero, al ir comprobando coartadas solo nos quedó la mujer que ahora estábamos interrogando. Aunque lo que más queríamos era saber cómo y porqué lo había hecho.Le puse una taza de café frente a ella. Pareció que no la había visto hasta que le toqué la mano. "Luciana", le dije, "beba un poco de café y cuando se sienta mejor cuéntenos qué pasó esa noche en la fábrica". Luciana me vio como si acabara de despertarse. Miró a su alrededor y empezó a temblar. "Luciana, cálmese. Mi compañero y yo solo queremos hacerle unas preguntas sobre lo que ocurrió en la fábrica donde usted trabajaba". Luciana asintió. "¿Está muerto?". Ahora, sus ojos eran suplicantes. "Sí, Luciana. Cristóbal, su jefe, está muerto". Luciana suspiro aliviada. A partir de ese momento su semblante se tornó sereno y su respiración se normalizó. Se aclaró la voz y nos contó su historia.
Luciana empezó a trabajar en la fábrica SabeDulce a la edad de 17 años. Dos años después, el dueño del lugar murió y la heredó su único hijo, Cristóbal, que vino a ser todo lo contrario que su padre. Explotaba a los hombres y a las mujeres las manoseaba y les condicionaba su sueldo por favores sexuales. Las jornadas largas las ejecutaban la mayoría de los hombres, y las mujeres laboraban en la cocina y el área de limpieza. Muy pocas lograron un puesto en la producción. Luciana fue una de ellas. Desde sus inicios demostró ser lista y de fácil trato. Por ello don Cristóbal, padre, la ascendió rápidamente. Con la llegada del hijo, todo cambió para Luciana. Su jefe le exigía que trabajara hasta después de media noche, y solo la astucia de ella, había logrado sortear los excesos de él. Pero una noche, Cristóbal la violó. A partir de ese momento, todo cambió para ella. Empezó a llegar tarde, e irse temprano. Cuando la llamaba a su oficina, no asistía. La ira bullía en la cabeza de Cristóbal, para quien el rechazo era imperdonable. Pero Luciana la estaba pasando muy mal. Al acercarse el fin de mes, y sabiendo que su sueldo dependería de cómo se comportase con su jefe, Luciana empezó a maquinar un plan. Se quedó tarde ese día. Sabía que tendría que permitirle algunas cosas para ganarse su confianza y poderlo guiar hacia donde ella quería. Así que le dijo a su jefe que quería enseñarle lo que podría ser la solución más barata para almacenar la mermelada. Lo llevó al lugar donde ya tenía el barril y cuando estuvieron frente a él, Luciana sacó un destornillador que había agarrado del taller y lo obligó a entrar en él. A Cristóbal le causó gracia que la mujer esa se envalentonara de esa forma y le siguió el juego. Entró en el barril y cuando quiso jalarla hacia él, ella le golpeó la cabeza con un tubo. Desmayado Cristóbal, lo acomodó a manera de que su cabeza quedara al ras de la abertura del recipiente. Luego fue llenando el barril con mermelada que vertió lentamente, hasta que casi cubrió el rostro de su jefe. El proceso le tomó horas, pero ella, en estado automático, no se dió cuenta de que al terminar ya había amanecido y sus compañeros estaban por empezar la jornada. Ellos encontraron a Cristóbal y, aunque pudieron sospechar de ella, nadie la señaló. Porque, dentro de cada uno de ellos, había un deseo común: la muerte de su jefe. Así que ahora, el deseo hecho realidad, lo que les importaba era que Luciana no fuera inculpada.
Luciana fue inculpada, pero tras su historia y la coincidencia en los testimonios de todos los empleados de la fábrica, su sentencia de cárcel fue corta.
Ahora, ella ya no se sentía presa de nadie, y solo esperaba que el tiempo curara todo lo demás.