La curiosidad le había ganado al temor que trataron de meterle sus padres sobre la casa solariega a pesar de que aquella distaba a casi tres kilómetros de la propia.
"Los niños que entran en ella no se les vuelve a ver", le decían una y otra vez, porque sabían lo tozuda que era la más pequeña de sus hijas. "La has consentido mucho" le decía la madre al padre cuando estaban solos. "La controlas demasiado", contestaba éste a su mujer.
La niña, ajena a todo lo que pudieran decir ellos, siempre lograba sortear sus controles. "Si supieran todo lo que he hecho", se decía sonriendo, pícara.
Sus hermanas mayores, por el contrario, eran seguidoras rigurosas de la disciplina de sus padres. "Son tan aburridas", pensaba la pequeña.
El único que sabía lo que realmente hacía la niña era su vecino, el que cuidaba de lejos la casa solariega desde que sus propietarios se habían mudado a la ciudad sin el menor deseo de que se les asociara a una casa que cada año regresaba a la palestra de los diarios con morbo al menor indicio de la desaparición de alguien.
Pero el hombre la temía.
Aún recordaba al último niño que había desaparecido dos años atrás. Solo él sabía que el chiquillo había estado rondando la casa la ultima tarde que se le vio; como el otro niño el año anterior, y la otra niña, no recordaba hacía cuánto...
Así que cuando vio a la pequeña de pelo dorado corretear por aquella mansión supo que solo era cuestión de tiempo para que no volvieran a verla