41. Elena Kane

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Vistos de cerca, los gigantes eran más horribles que nunca.

Tenía la cabeza baja y estaba sumida en mis pensamientos, pero nadie se dio cuenta, tan ocupados que estaban en recibir a sus "invitados"

-Porfirio, volvéis a estar en pie de guerra, por lo que veo.

-¡Desde luego! - su voz era casi tan horrible como su aspecto - ¿Ya han pasado los mil años?

-Sí - Setne hizo una pequeña y falsa reverencia.

-¿Y dónde está el Guardián? Quiero verle la cara a ese mocoso que tanto ha retrasado mis planes.

-Ejem... - tosió Serapis - Es "mocosa", mi señor.

-¿Es una mestiza? ¿Y dónde está?

-Justo delante de vos, encadenada a vuestro trono.

El dios me agarró del pelo y tiró hacia arriba, pero no estaba dispuesta a ceder tan fácilmente. Me zafé de su agarre con un gruñido.

El rey de los gigantes pareció encontrar divertida mi actitud.

-¡Y tiene uñas, la gatita! ¿Le habéis ofrecido unirse a nosotros?

-Misión imposible, mi señor.

El gigante alzó las pobladísimas cejas.

-Es increíble el efecto surtido por unas gotas de tu sangre. Serías una buena aliada y estarías mejor posicionada al mando de mi ejército

-Cualquier cosa es mejor que soportaros a vos y a vuestro mal aliento, mi señor.

Me había pasado de la raya.

Porfirio me dio un manotazo tan fuerte que las cadenas se partieron. Choqué contra la pared del fondo y caí al suelo desde cuarenta metros de altura.

-Cuidadito conmigo, mocosa - el gigante me señaló con su grueso y asqueroso dedo índice - No te he matado aún porque te estoy dando la posibilidad de unirte a nosotros.

Permanecí inmóvil en el suelo. Necesitaba un plan.

"Ahora puedes cambiar de forma a tu gusto"

-¿Me estás oyendo?

Me levantó, cogiéndome del cuello de la camiseta.

Tenía los ojos cerrados y no me movía.

El gigante me zarandeó bruscamente.

-Creo que la ha matado - dijo Setne con una sonrisa.

-Sí, será eso... ¡Toma ya, mocosa! ¡Nadie puede con el gran Porfirio, hijo de Gaia, rey de los gigantes!

Una sonrisa se formó lentamente en mis labios y abrí los ojos de golpe.

-¡No es posible! ¡Eran al menos cuarenta metros!

-Cuarenta y uno, para ser exactos. Y tienes razón, nadie puede contigo. Pues bien: yo soy nadie.

Empecé a crecer y crecer y crecer hasta medir unos veinte metros.

La cara que pusieron todos hizo que soltara una carcajada.

Saqué la espada, que ahora medía el triple que antes, y la coloqué en posición de ataque, pulverizando así a unos dos mil monstruos.

-Ven aquí, chaval, que te voy a devolver al Tártaro de una patada en el culo.

CRÓNICAS DE UNA SEMIDIOSADonde viven las historias. Descúbrelo ahora