27. Andrómeda Jackson

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Si Jose no me hubiera sujetado de la muñeca, me habría conviertido en tortilla de semidiosa. Aunque supuse que mi hermano acabaría así gracias a sus geniales ideas.

El cíclope lo agarró de la camiseta y lo echó con brusquedad sobre una mesa. Entonces vi la jugada de Percy: cegado por la ira, Polifemo se había dejado la puerta abierta.

Les hice una seña a los demás y, mientras mi hermano seguía distrayendo al cíclope, nosotros subíamos al Argo II. Leo bajó durante unos minutos a las calderas y consiguió arreglar el motor.

De repente, Percy se tambaleó y cayó al suelo.

-¿Pero qué...?

-¡Estúpidos polvos cambiadores! - gruñó Polifemo - ¡Habéis provocado que Nadie se cambie a otro cuerpo!

Cogió un nuevo frasco de la chimenea y se vació los polvos en la mano, que esta vez eran de un color blanco brillante y sopló con fuerza en nuestra dirección, guardándose un poco para mi hermano. Aunque los echó sobre el barco, no pareció darse cuenta de que nos habíamos escapado.

Me acaricié el pelo, ahora largo hasta la cintura.

-Te he echado de menos, cuerpo... - susurré.

Y, para añadirle el toque de gracia, Annabeth se giró hacia la puerta y puso cara de indignación.

-¡Maldito Nadie! ¡Nos está abandonando, chicos! ¡Acaba de salir por el hueco de la puerta!

Todos mis amigos empezaron a gritarle al aire "¡Traidor!" y "¡Cobarde!"

-¡¿Qué?! - rugió Polifemo, lanzando el cuerpo de mi hermano al suelo.

Jason usó el viento para levantar a Percy y ponerle sobre la cubierta.

Mi hermano me dedicó una sonrisa y yo le pegué una colleja.

-¡Ay!

-Si vuelves a hacer eso o algo parecido, te mato - mascullé.

Todos soltaron una leve risita y pusieron los ojos sobre Polifemo, que se dirigía hacia la roca que bloqueaba la entrada.

-A la de tres, pisa el acelerador - le ordenó Annabeth a Leo, alzando la mano cerrada en un puño - Uno, dos... ¡tres!

Cuando Annabeth alzó el tercer dedo, Leo pulsó un botón y el Argo II salió disparado.

En el momento en el que Polifemo retiró del todo la roca de la cueva maldiciendo a Nadie por lo bajo, el barco se alzó en el cielo, lejos de su alcance.

Sadie soltó un grito de alegría y abrazó a David. Ambos se pusieron rojos y se separaron.

-Esto... - masculló ella - Perdona.

-No importa - dijo él, con una voz casi inaudible.

-Chicos - anunció Percy - nos vamos a Los Ángeles.

Toda la tripulación estalló en vítores.

-Elena, - murmuré, siendo consciente de que no me oía - vamos a por ti.

El viaje a los Ángeles fue lo más fácil, encontrar la entrada del Inframundo fue un poco más complicado. Pero lo más difícil, sin duda, fue entrar. Siguiendo las instrucciones de Percy, Nico y Annabeth, entramos en un enorme vestíbulo de mármol negro en cuyo interior se amontonaban las almas de los muertos.

-Esto no me gusta nada.

-Si no te gusta esto - me susurró Percy - querrás salir por patas en cuanto veas el Inframundo.

Nos acercamos al mostrador, bajo la tétrica mirada sin ojos de los espíritus que esperaban.

-Otra vez tú - gruñó el tipo del mostrador, al ver a Percy - La vez anterior fue distinta, érais tres. Pero ahora sois catorce y no pienso dejaros bajar.

-¿Está seguro, Caronte? - preguntó Nico, arqueando una ceja.

-Ah, señor Di Angelo - dijo el hombre, con los labios muy juntos - ¿A qué se debe el honor de la visita de la... única criatura del señor Hades?

-Necesitamos bajar - siseó él, con una voz gutural - Ahora.

La última palabra retumbó por toda la sala.

Caronte soltó una maldición y, tras alisarse el traje de seda italiana, se puso de pie en todo su metro noventa y siete.

-Necesitaréis casi un viaje entero solo para vosotros - dijo por lo bajo, dirigiéndose a Nico- ¿No cree que llamarán mucho la atención?

-¿Y si vamos en dos viajes? - dejó escapar Thalia.

Él se encogió de hombros.

-Subid los primeros siete.

Jason, Piper, Leo, Percy, Hazel, Frank y Annabeth se pusieron en fila delante del único ascensor que había en el vestíbulo, ya casi abarrotado de almas.

Caronte subió detrás y, cuando se cerraron las puertas, me sentí inquieto.

Nos quedamos en el hueco que había entre el mostrador (ahora vacío) y el ascensor, para el asombro y el enfado del resto de almas del vestíbulo.

-Si ni siquiera están muertos - me pareció oír.

-Sí, no es justo...

Intenté cerrarme a todas aquellas quejas y mi mente encontró algo en lo que centrarse: rescatar a Elena. No podíamos fallar, habíamos puesto en peligro inminente al mundo por aquello.

Un rato después, Caronte volvió a aparecer en el ascensor, ahora con una larga túnica negra con capucha, a juego con su piel, sus ojos y su pelo oscuros de afroamericano.

-Os toca - hizo un gesto brusco señalándonos las puertas abiertas.

Tragué saliva y, tras ponerme a una considerable distancia de Caronte, me acomodé junto a Jose.

Sentí vibrar el ascensor, que se desplazaba en vertical en vez de en horizontal y noté que un frío punzante se me agarraba a los huesos y me hacía tiritar.

-Primera vez en el Inframundo, ¿eh? - preguntó Caronte, burlón.

- Para algunos - lo cortó Nico - Y ahora cállate.

El hombretón soltó un nuevo gruñido más que evidente y se puso la capucha.

-¿No crees que Nico está un poco... tenso? - tanteé por lo bajo.

-Preocupado - me corregió Jose en el mismo tono - Hemos elegido salvar a Elena antes que al mundo. Si fallamos en esto, ya no quedará nada que salvar. Además, puede que el mundo gobernado por esos dos no sea tan malo...

-No sabía que alguien pudiera quedarse en el limbo - dijo de pronto Nico - Esto es muy raro.

-Yo solo os he dicho lo que me contó Anubis - argumentó Sadie.

El resto del viaje solo pudimos permanecer en silencio.

Al salir del ascensor, nos esperaba un viaje en barca que duró tanto o más que el trayecto en ascensor.

David miraba embelesado la brillante agua negra que fluía por debajo de nosotros. De repente, sacó un poco la mano por la borda, dispuesto a tocarla.

-Ni lo sueñes - le advirtió Thalia, agarrándolo por la muñeca - Esto es el río Lethe, el río del olvido. Si una sola gota te toca, lo olvidarás todo.

-¿Todo? - preguntó él con voz de ensoñación.

-Todo - repitió ella con énfasis - Y mete la mano de una vez.

Mi primo obedeció y se sentó encima de las manos, quizá para resistir la tentación.

- Si alguien saca un solo dedo fuera de la barca, se lo corto - avisó Nico, señalando su espada de hierro estigio.

-Entendido - murmuraron algunos con voz aguda.

CRÓNICAS DE UNA SEMIDIOSADonde viven las historias. Descúbrelo ahora