La cueva

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Capítulo 42

Andrea olía a salitre y oía el susurro de las olas; una débil y fresca brisa le alborotaba el pelo mientras contemplaba un mar iluminado por la luna y un cielo tachonado de estrellas.

Se hallaba sobre un alto afloramiento de roca negra y a sus pies el agua se agitaba y espumaba.

Miró hacia atrás y vio un altísimo acantilado, un escarpado precipicio negro y liso de cuya pared parecía que, en un pasado remoto, se habían desprendido algunas rocas semejantes a aquélla sobre la que estaba con Harry y Dumbledore.

Era un paisaje inhóspito y deprimente: no había ni un árbol ni la menor superficie de hierba o arena entre el mar y la roca.

—¿Qué os parece? —les preguntó Dumbledore, como si les pidiera su opinión sobre si era un buen sitio para hacer una comida campestre.

—¿Aquí trajeron a los niños del orfanato? —preguntó la muchacha, que no se imaginaba otro lugar menos conveniente para ir de excursión.

—No, no exactamente aquí. Hay una aldea, si se puede llamar así, a medio camino, en esos acantilados que tenemos detrás. Creo que llevaron a los huérfanos allí para que les diera el aire del mar y contemplaran el oleaje. Supongo que sólo Tom Ryddle y sus dos jóvenes víctimas visitaron este lugar. Ningún muggle podría llegar hasta esta roca a menos que fuera un excelente escalador, y a las barcas no les es posible acercarse a los acantilados porque las aguas son demasiado peligrosas. Imagino que Ryddle llegó hasta aquí bajando por el acantilado; la magia debió de serle más útil que las cuerdas. Y trajo a dos niños pequeños, probablemente por el puro placer de hacerles pasar miedo. Yo diría que debió de bastar el trayecto hasta este lugar para aterrorizarlos, ¿no creéis? —Andrea volvió a contemplar el precipicio y se le puso carne de gallina—. Pero su destino final, y el nuestro, está un poco más allá. Seguidme.

Los condujo hasta el mismo borde de la roca, donde una serie de huecos irregulares servían de punto de apoyo para los pies y permitían llegar hasta un lecho de rocas grandes y erosionadas, parcialmente sumergidas en el agua y más cercanas a la pared del precipicio.

Era un descenso peligroso, y Dumbledore, que sólo podía ayudarse con una mano, avanzaba poco a poco, pues el agua del mar volvía resbaladizas esas rocas más bajas. Andrea notaba una constante rociada fría y salada en la cara.

—¡Lumos! —exclamó Dumbledore cuando llegó a la roca lisa más próxima a la pared del acantilado.

Un millar de motas de luz dorada chispearon sobre la oscura superficie del agua, unos palmos más abajo de donde el director se había agachado; la negra pared de roca que tenía al lado también se iluminó.

—¿Lo veis? —dijo el anciano profesor con voz queda al tiempo que levantaba un poco más la varita. Andrea vio una fisura en el acantilado, en cuyo interior se arremolinaba el agua—. ¿Tenéis algún inconveniente en mojaros un poco?

—No—informaron los dos.

—Entonces quitaos la capa invisible. Ahora no la necesitáis. Tendremos que darnos un chapuzón.

Y dicho eso, Dumbledore, con la agilidad propia de un hombre mucho más joven, saltó de la roca lisa, se zambulló en el mar y empezó a nadar con elegantes brazadas hacia la oscura grieta de la pared de roca sujetando con los dientes la varita encendida.

Andrea y Harry se miraron asombrados por un momento y se quitaron la capa, Harry se la guardó en el bolsillo y ambos lo siguieron.

El agua estaba helada; las empapadas ropas se inflaban y le pesaban. Respirando hondo un aire que le impregnaba la nariz de olor a salitre y algas, emprendió junto a Harry el camino hacia la titilante luz que ya se adentraba en el acantilado.

Andrea Bletchley y el príncipe mestizo ☆Donde viven las historias. Descúbrelo ahora